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¿Qué es discriminación?

Hace cuatro años se produjo en Alemania un litigio que ilustra bastante bien el debate sobre la no discriminación. El líder del ultraderechista Partido Nacional Democrático, Udo Voigt, intentó reservar una habitación en un tranquilo y lujoso hotel balneario cercano a Berlín, el Hotel Esplanade. Pero la dirección del hotel se negó a darle habitación, aduciendo que alojar a ese líder ultraderechista molestaría a otros huéspedes.

Antes de seguir con el editorial, piensen por un momento y respóndanse a la pregunta: ¿constituye eso una discriminación por motivos ideológicos? ¿Es aceptable ese comportamiento del hotel?

El líder ultraderechista demandó al hotel, argumentando, precisamente, que eso constituía una discriminación por motivos ideológicos. En su demanda, Udo Voigt sostenía que la razón dada por el hotel para negarle habitación (el argumento de que otros clientes pudieran sentirse molestos por su presencia) era inaceptable, porque por la misma regla de tres otras personas podrían decir que les molesta la presencia de negros, de musulmanes o de discapacitados físicos, y los hoteles podrían entonces prohibir la estancia de los pertenecientes a alguno de esos colectivos.

¿Quién tiene razón? ¿El líder ultraderechista o el hotel? ¿Pueden los hoteles o, en general, otras empresas privadas, seleccionar a quién dan servicio o a quién contratan, en función de su ideología, de su raza, de su sexo, de su religión o de sus condiciones físicas?

Bueno, pues la respuesta que dieron el tribunal de primera instancia y el Tribunal Supremo alemanes fue que por supuesto que el hotel puede decidir si da servicio a un líder ultraderechista o no. Udo Voigt perdió tanto la demanda inicial como el recurso ante el Supremo.

La gente, políticos incluidos, tiende a confundir los términos a la hora de hablar de discriminación. Y, desafortunadamente, la legislación y la jurisprudencia contribuyen en muchos casos a esa confusión. Así que permítanme que trate de clarificar las cosas.

En una democracia occidental como la española, todos tenemos garantizado el derecho a no ser discriminados por razón de ideología, raza, sexo o religión. Pero esa protección solo afecta (o solo debería afectar) a los poderes públicos: éstos están obligados a tratar a todos los ciudadanos en condiciones de igualdad. Sin embargo, las personas y las empresas privadas tienen la libertad de elegir con quién tratan y con quién no. A mí, como persona individual, nadie me puede obligar a relacionarme con quien no quiero.

Pongamos un ejemplo: si yo monto un bar de ambiente gay y prohíbo la entrada a las personas heterosexuales, ¿estoy discriminando según la orientación sexual? Por supuesto que estoy discriminando en sentido coloquial, pero eso no constituye una discriminación en sentido legal, porque nadie tiene necesidad u obligación de acudir a mi local. Yo abro mi bar para que venga quien quiera, y admito a quien me da la gana. Si usted no me gusta, no entra. Y si a usted no le gusta mi política de admisión, pues no venga.

Pongamos otro ejemplo: un colegio privado que rechaza la matrícula de un niño negro. ¿Constituye eso una discriminación? Por supuesto que sí, pero, de nuevo, no es una discriminación en sentido legal: los padres de ese niño no pueden invocar (o no deberían poder invocar) los preceptos constitucionales anti-discriminación, porque el colegio tiene (o debería tener) derecho de admitir a quien le dé la gana. Otra cosa es que se trate de un colegio concertado, en cuyo caso alguien podría argumentar, y sería un argumento razonable, que las normas anti-discriminación prohíben dar dinero público a quien no deje matricularse a un niño negro. Donde desde luego no debería poderse impedir la matrícula a ningún niño en ninguna circunstancia, es en los colegios públicos.

Alguno de ustedes estará pensando: ¿pero no es algo repugnante en sí mismo que un colegio privado pueda denegar la matrícula a un niño negro? Y la respuesta es que a mí me parece no solo repugnante, sino intolerable. Si un colegio hiciera eso, merecería, a mi juicio, ser castigado. Pero ese castigo no puede (o no debería) producirse por la vía legal, sino que para eso está la opinión pública: de igual manera que ese colegio tiene (o debería tener) el derecho legal de no admitir a ese niño, yo tengo, como ciudadano, el derecho de sacar inmediatamente a mi propio hijo de ese colegio racista o de iniciar una campaña de descrédito de ese colegio racista en las redes sociales, hasta arruinarlo. Ese colegio debe tener libertad para poner las normas de admisión que le dé la gana, pero tendrá que someterse, por supuesto, a la crítica pública. Y afrontar las consecuencias de carácter comercial.

La igualdad exige que nadie sea discriminado en el ámbito público por ninguna razón. Pero en el ámbito privado, todos tenemos derecho a tener nuestras fobias y nuestras filias, y a seleccionar con quién tratamos o a quién servimos. Lo único que sucede es que, si ejercemos ese derecho a no servir en nuestro hotel, por ejemplo, a un líder neonazi, esa decisión nuestra estará sujeta luego a la crítica pública, y a lo mejor resulta que esa decisión nos hace perder algunos clientes. Aunque también es posible que nos haga ganar otros.

O, por poner otro ejemplo, si yo soy el presidente de la filial española de Coca-Cola, es responsabilidad mía, en último término, aceptar o no que un actor abertzale (o un actor antisemita, o un actor homófobo) protagonice un anuncio de mi empresa. Y el que yo decida que no acepto a ese actor no constituye ningún acto de discriminación legal, sino que es un simple ejercicio de mi libertad para asociar la imagen de marca de mi empresa con quien yo considere conveniente. Las normas anti-discriminación no tienen nada qué decir al respecto.

A lo que sí estará sujeta mi decisión (sea cual sea) es al juicio de los consumidores y de la opinión pública, que al final emitirán su veredicto, comprando o no mi producto.

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