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Crepúsculo en la Francia laica

Un pesado silencio envuelve el centenario de la ley fundante de la Francia moderna: la del 9 de diciembre de 1905, “acerca de la separación de las Iglesias y el Estado”. La ausencia de conmemoraciones oficiales viene exigida, se dice, por el escrúpulo de no ofender ni provocar a las comunidades musulmanas, cuya hegemonía en ciertos arrabales urbanos dio un primer jaque a la República, hace unas pocas semanas. En una Francia siempre celosa de las liturgias que escenifican su grandeur, ese sigilo tiene algo de chirriante, de ominoso. ¿Por qué pasar en silencio hermético aquello que toda la Francia del siglo XX había juzgado piedra angular de la legalidad republicana? ¿Quizá porque la legalidad republicana ya no existe? Para todos, quiero decir; para cada ciudadano, en cada ciudad, cada barrio. Porque una legalidad que sólo opera selectivamente, no puede, en rigor elemental, ser llamada republicana. Y porque a nadie hoy se le oculta que la República ha renunciado a imponer la vigencia de sus leyes en esos asfixiantes ghettos en donde imperan Corán, mezquitas, ulemas, discriminación de la mujer,  velo y familia poligámica. Como si el Gobierno francés se avergonzara de ser hijo de una modernidad sin la cual la plenitud del derecho ciudadano seguiría siendo un benévolo ensueño utópico.

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Ley del 9 de diciembre de 1905, pues. Ésa cuyo centenario debe, en nombre de lo políticamente correcto, ser pasado en humillante silencio. Artículo 1: “La República asegura la libertad de conciencia y garantiza el libre ejercicio de los cultos”. El Estado, en suma, no “reconoce” cultos. No es esa su función. Sí, la de “conocerlos”. Y atener su ejercicio a la universal constricción de las leyes y el orden público. De cuantas mutaciones institucionales marcan el inicio político del siglo XX europeo, ninguna tiene consecuencias más liberadoras: para los ciudadanos como para sus creencias. El Estado protege el libre culto sin interferirlo. Y las Iglesias se atienen a los códigos legales. La ley es monopolio del Estado. Las creencias lo son de sus creyentes. Ninguna potestad tiene el Estado en materia confesional. Ninguna potestad tiene confesión alguna en lo político.

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Lo más grave de lo que ha sucedido tras la revuelta islámica de Saint-Dénis, y luego de toda Francia, hace cuatro semanas, es, con toda exactitud, este silencio de ahora, este como avergonzarse quienes gobiernan de la más clara aportación francesa a la Europa moderna: la laicidad. Laicidad es el principio de comedimiento que veta al Estado proyectarse a cualquier tentación de absoluto. Y sólo en ese veto puede el individuo ser de verdad ciudadano autónomo: alguien acerca de cuya vida y destino privados no le está permitido al poder político planificar  o imponer nada. Lo grave de la herida con que Saint-Dénis marca hoy a Francia, es que esa contención del Estado a sus acotadas funciones, jamás amalgamadas con las de colectivo religioso alguno, resulta incompatible con una literalidad coránica, para la cual no hay resquicio en vida pública o privada que escape a la normativa absoluta – y absolutamente verdadera e imprescriptible – que Alá dicta en el Libro transcrito por el Profeta. Democracia e Islam se excluyen. Se excluyen mutuamente el viscoso “respeto de la diferencia” musulmana, cuya retórica devora a estas enfermas almas europeas que anhelan sólo suicidio, y la liberadora ley del 9 de diciembre de 1905, “acerca de la separación de las Iglesias y el Estado”. Y esa exclusión se sella en el silencio.

Y Francia es, una vez más, laboratorio de Europa. De te fabula narratur.

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