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Luis Herrero Goldáraz

Chivo expiatorio

El hecho de que los votantes le hayan gritado que ya no tragan su guerracivilismo de salón no ha resquebrajado sus certezas.

El hecho de que los votantes le hayan gritado que ya no tragan su guerracivilismo de salón no ha resquebrajado sus certezas.
Pablo Iglesias, tras anunciar su abandono de la política. | EFE

Yo no sé si la falta de empatía es peligrosa de por sí. Lo que sí que sé es que es bastante triste. Al fin y al cabo, la empatía todavía constituye esa última esperanza a la que suelen abrazarse quienes no quieren contribuir al odio. Uno escucha, por ejemplo, los discursos que sólo ven en el rival ideológico una amenaza que extirpar y se pregunta si será posible que en algún momento quienes los sueltan lleguen a comprender que ellos también son vistos de esa forma. Que la democracia debería consistir, en gran medida, en aportar motivos para que nadie pueda percibirte así.

Lo más funesto que dejó la pasada noche electoral, obviando el abandono en directo que protagonizó el PSOE con Gabilondo, fue la despedida de Pablo Iglesias. Aunque no necesariamente porque vayamos a perderle de vista, en realidad, sino más bien porque su última intervención terminó pareciéndose demasiado a esas redenciones anunciadas que se van desinflando al mismo tiempo que se gestan. Un bluf, en palabras jóvenes. Ante las cámaras de televisión, rodeado por los escombros del partido que creció y menguó ligado a su figura, hubo un segundo en el que el azote de la casta dejó entrever un imperceptible cambio de criterio, algo así como una epifanía moral que le habría llevado a cuestionar, quién sabe, algunas de las palabras con las que tanto rellenó discursos cuando no podía sospechar que las mismas urnas sobre las que pretendía asfaltar su camino al cielo iban a terminar derribándole del caballo. Pero nada más lejos de la realidad. Bastó que hilvanase dos frases para que todo el mundo saliese de su asombro.

Hay fenómenos en política que se escapan a toda lógica. Así se dio el extraño caso de que Iglesias, partiendo de las premisas más equivocadas, acertase con su conclusión. "No contribuyo a sumar", dijo en un momento dado. "Mi figura política despierta los afectos más oscuros, más contrarios a la democracia". Y la cosa habría llamado al optimismo si no fuese porque en el mismo razonamiento se escondía su invalidación: "Cuando que te hayan convertido en un chivo expiatorio hace que tu papel en tu organización, que tu papel para mejorar la democracia en tu país, se vea enormemente limitado, y movilice lo peor de los que odian la democracia, uno tiene que tomar decisiones", soltó justo antes de anunciar que dejaba todos sus cargos.

Escuchando a Iglesias uno podía darse cuenta de lo perniciosa que es la ceguera de cualquier ideología. Ni siquiera después de haber sufrido en sus propias carnes los escraches, el señalamiento público y la "deshumanización" en la que incurren aquellos que quieren invalidar el discurso que va ligado a una persona pudo demostrar el mínimo arrepentimiento de quien ha probado de su propia medicina. En su cabeza el problema nunca fue él, que jamás ha enturbiado la convivencia cívica, y sí quienes se han beneficiado electoralmente del odio que genera su persona de forma incomprensible. El hecho de que los votantes le hayan gritado que ya no tragan su guerracivilismo de salón tampoco ha resquebrajado sus certezas. Volvió a cargar contra todo el espectro político que se opone a sus ideas maximalistas y señaló a los medios de comunicación, "blanqueadores del fascismo". Puede que no haya ejemplo más revelador de lo sencillo que es siempre sentir el dedo que nos apunta y no el propio apuntando. Cualquiera sabe con qué intención.

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