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Luis Herrero Goldáraz

El discreto riesgo de la simpatía

Tengo para mí que el mayor delito que se puede cometer en esta vida es resultar simpático a a tus rivales.

Tengo para mí que el mayor delito que se puede cometer en esta vida es resultar simpático a a tus rivales.
La ministra de Defensa, Margarita Robles. | EFE

Tengo para mí que el mayor delito que se puede cometer en esta vida es resultar simpático a tus rivales. Uno nunca se hace cargo del desconcierto que genera así. Es algo que llevo intuyendo más o menos desde que nací, pero que sólo pude confirmar hace unos años, cuando la evidencia me abofeteó de lleno. Durante décadas había estado tan acostumbrado a que Puyol me cayera bien, por ejemplo, a que el vuelo leonino de su melena representase el tipo de fútbol con el que yo me quería identificar, que todavía recuerdo con la nitidez que sólo dejan los traumas más profundos el día en que caí en la cuenta de que el excapitán del Barsa seguía siendo aficionado del Barsa. Fue una situación curiosa, verle animar a los culés en aquel Clásico. Una de esas revelaciones extrañas, que se van volviendo todavía más extrañas a medida en que uno va reconociendo lo poco extrañas que deberían ser, en realidad. Todo un galimatías, vaya.

El hecho es que Puyol me cae bastante bien. Incluso rematadamente bien. Por eso todavía me sorprende un poco su forofismo azulgrana. Los madridistas sabemos que nada bueno puede salir del fanatismo oscurantista de los barcelonistas, así que tendemos a asumir que los puyoles de la vida deben de ser pobres hombres engañados. Jóvenes de bien que tuvieron la mala fortuna de crecer en el lugar equivocado. Reconocer su simpatía tampoco nos supone demasiado. Y lo único que nos choca realmente es observar de cuando en cuando su pecado, que no es otro que permanecer tan cerca de la verdad blanca sin conseguir tocarla. Puyol, para nosotros, es un hombre bueno pero alejado de la fe. Un ciego de buena voluntad, incapaz de guiarse hacia el lado correcto de la existencia futbolística.

Su caso es bien curioso porque ilustra algunas cosas que muchas veces se nos pasan. Algunos de nosotros, cuando encontramos a alguien así, tan buen tío pese a sus colores, nos ponemos autocomplacientes mientras reflexionamos acerca de nuestro propio fanatismo. Pensamos que lo que nos choca al verle animando al Barcelona es darnos cuenta de que una causa tan odiosa puede no tener por qué serlo absolutamente, si a ella se adhieren personas así de admirables. Pero lo honrado es reconocer que la cosa no funciona así. Y que lo verdaderamente desconcertante es precisamente lo contrario: descubrir que ser simpático nunca ha eximido a nadie de estar equivocado.

El mayor pecado de Margarita Robles, antes de anteponer sus intereses a los del Estado, ha sido caer bien a los antisanchistas. Su principal error ni siquiera fue suyo, sino de todos aquellos que creyeron ver en ella algo que nunca había pretendido ser. Por eso ahora suena así de extraño leer tantas retractaciones en la prensa, que llora desconsolada por la caída de una ministra que si de algo no tiene la culpa es de haber sido considerada durante años como el último dique de contención contra el sanchismo. Hoy parece evidente, los analistas no paran de recordárnoslo, que Robles es quizá una de las sanchistas con más solera de la historia. Que ha permanecido en el Gobierno sin incomodarse nunca, siempre que las instituciones amenazadas por su presidente no tuviesen que ver con su cartera. Y que no era, como muchos de ellos deseaban que fuese, un admirable topo antisanchista. Pero eso no quita para que podamos reconocerle algunos méritos. Hay quien argumenta, ahora es sencillo hacerlo, que sus alegatos en defensa del Ejército son lo mínimo que se debe exigir a un ministro del ramo. Olvidan que para el sanchismo no hay un mínimo exigible. Y que por eso, precisamente, por haber llegado al mínimo sin necesidad de hacerlo, Margarita Robles fue tomada por lo que no es. Pase lo que pase, sigue siendo la sanchista menos dañina de todos los sanchistas que han tocado poder gracias a Pedro Sánchez. Puyol también es del Barsa, pero al menos no es como Piqué.

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