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Luis Herrero Goldáraz

El error monumental

No termino de entender esa obsesión tan nuestra de inmortalizar los grandes hitos de la humanidad, si lo que mejor conecta a las generaciones entre sí son sus errores.

No termino de entender esa obsesión tan nuestra de inmortalizar los grandes hitos de la humanidad, si, a mi modo de ver, lo que mejor conecta a las generaciones entre sí son sus errores. Un error es algo así como una falsilla de la historia, un agujero de gusano, el borrador prototípico que todo el mundo acaba usando porque no se ha inventado nada más útil ni eficaz. Se dice que la mejor forma de aprender que poseemos pasa por equivocarse, precisamente. Así lo han atestiguado cientos a lo largo de los siglos. Pero esto último acepta debate, en realidad, ya que basta una rápida ojeada al pasado para darse cuenta de que nuestra afición verdadera, nuestro único deporte predilecto, consiste principalmente en reafirmar nuestra ignorancia.

Quizás no exista adrenalina más potente que la que genera el coqueteo absurdo con las catástrofes mil veces reescritas. Embestir contra la cíclica pared del infortunio mientras esquivamos cada una de las advertencias ilustradas que tratan de reconvenirnos sabiamente. Cumplir ordenadamente sus oscuros pasajes, incluso. Ir tachando los errores de la lista, imitando a los maestros. Estar dispuestos a infravalorar el invierno ruso, por ejemplo, o imaginar que este año sí estará justificado llevar sandalias en verano. Calamidades de ese estilo. Hacer sonar el acelerador en la sinuosa carretera de la historia, por ponernos intensos, mientras el ejemplo catastrófico de todos los que nos precedieron nos espera al otro lado, enfrentado a nosotros, dispuesto a pisar a fondo también y a aproximarse a toda velocidad en dirección contraria como en una de esas pruebas de frialdad y coraje que aparecen en las películas sobre rebeldes sin cerebro. Podría decirse que nuestra única ambición es esa misma: aguantar el pulso hasta el final para esquivar la colisión en un último segundo orgiástico. La erótica de la condena y del abismo. El rollo ese a lo James Dean. Vivir para contarlo o, si sale mal, dejar un bonito cadáver junto a alguna frase poderosa que quede guay en camisetas y que recuerde, yo qué sé, que fuimos humanos y que perecimos siéndolo, por ejemplo, abrazados como idiotas a nuestro evitable fatalismo.

Aunque no siempre es todo tan lascivo. A mí me gustan mucho los errores inconscientes, por ejemplo. Tanto, que ni siquiera editaría las erratas de los manuscritos. Una errata es un error chiquitito y por eso encontrarlas de repente es como topar con un tesoro. Suele ser más poderoso ese lapsus mínimo que cualquier razonamiento que haya podido encerrar un pensador en mil ensayos. Uno se topa con un inicio de frase inconclusa, con una construcción verbal incongruente, la ve ahí, mal trenzada junto a otra expresamente diseñada para perfilar mejor la intuición primera, y de repente puede contemplar al mismo Kant en el patético acto de parir un texto. Se trata de un viaje en el tiempo. De un milagro extracorpóreo e igualador. De pronto uno está en Konigsberg mirando a un pobre hombre agotado por el lenguaje y no a un fantasma que dijo cosas que suenan muy inteligentes. El efecto es el mismo que el de acercarse a un cuadro para desentrañar sus trazos. Imaginar al pintor colocado exactamente en el mismo punto, realizando movimientos que quedarían fijados invisiblemente en ese lienzo que ha perdurado antes como afirmación que como duda. Menuda pena. Un error es un fragmento de presente inalterado. Escapa a la idealización y a los adornos. Pequeña brecha de eternidad en la que la humanidad puede mirarse siempre.

Así que sí. Me reafirmo. No parece tener demasiado sentido que inmortalicemos los grandes hitos de la humanidad. Antes habría que dejar grabados sus errores. Quizás debamos levantar un memorial a los indultos, por empezar cuanto antes. Aunque, a estas alturas, me conformo simplemente con un documental de diez capítulos sobre las ruedas de prensa del sanchismo.

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