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Luis Herrero Goldáraz

Llorar lo inevitable

Yo no creo que el pesimismo pueda combatirse con optimismo.

Hace un par de tardes me contó un amigo que en el día de su boda, un día lluvioso y gris, desastre palpable para cualquiera que haya pagado una buena pasta por dar una fiesta, se descubrió a sí mismo maldiciendo la hora en que conoció a su novia. "Si no hubiese ido a aquella fiesta", me dijo que pensó, "no habría boda que arruinar" y, por pura lógica cartesiana, tampoco nada capaz de perturbarle el día. Yo me quedé con ganas de responderle que más fácil habría sido maldecir al insensato que ideó los tejados y convirtió la lluvia en algo que temer, por aquello de no verter sobre la novia toda la responsabilidad del desastre nupcial, pero algo me hizo intuir que no se lo iba a tomar bien.

Además, tampoco es que tuviese demasiado derecho para andarme con ironías. Habíamos quedado porque yo necesitaba llorar mis desventuras y, ahora que lo pienso, es probable que él utilizase aquella historia a modo de moraleja y no, como pensé en aquel momento, para robarme el protagonismo burdamente. ¿Va todo bien en casa?, le pregunté, sorprendido por su arranque repentino. Y así terminamos gastando las siguientes horas en un toma y daca atroz del que sólo pude escapar jurando solemnemente que de verdad creía que en su hogar se respiraba amor.

La cosa había arrancado por una de esas frases que se dicen sin pensar, a modo de broma, más por dejar escapar el abatimiento que por sentenciar alguna verdad palpable. Puta vida, creo que tuve que decir, la de problemas que le trae a uno haber nacido. Y al oír eso él se revolvió en la silla toscamente, como si, a siete mil kilómetros de distancia, una bruja haitiana estuviese metiendo agujas por el culo a un muñeco con su cara. Ahora comprendo que su respuesta iba encaminada a hacerme ver el lado positivo de las cosas, a mostrarme lo infantil que parece cualquier adulto incapacitado para aceptar las controversias de la vida. Lástima que no me diese cuenta en el momento. Al menos habría sabido qué rebatir.

La verdad es que yo no creo que el pesimismo pueda combatirse con optimismo. Al menos no de forma radical. El optimismo está muy bien para responsables de márketing o redactores de discursos presidenciales, pero precisamente por eso suele asemejarse a uno de esos juguetes que parecen más chulos en el dibujo de la caja que fuera de ella. Nadie es capaz de tomarse en serio a un optimista porque la vida es dura y no hay sonrisa en el mundo capaz de tapar eso. De hecho, ni siquiera los propios optimistas consiguen aparentar suficiente convicción. Y los pocos que lo hacen suelen pasar por miembros de alguna secta extraña, gente inestable chutada con alguna droga experimental, así que tampoco cuentan demasiado.

Por el contrario, considero que la única manera de alcanzar cierto tipo de optimismo moderado es a través del pesimismo. A diferencia de tantos, por ejemplo, yo no observo con demasiado recelo esos movimiento identitarios que sustentan sus lazos en el sentimiento compartido de vulnerabilidad. Pienso que, en algún momento, los que se mueven en ese plano intelectual tendrán que ir escalando en la cadena de agravios históricos y llegar a la conclusión de que lo que oprime verdaderamente es haber nacido, simplemente, y poco más. Que lo jodido en realidad es tener que ser humanos autoconscientes, individuos incapaces de dominar completamente nuestro entorno, indefensos ante cualquier arranque de locura colectiva o de desgracia natural. Pero para eso es necesario aceptar que la vida puede ser puta y no querer pintarla como algo que todo el mundo ha de tener que disfrutar. Quién sabe, tal vez por ese camino alcanzaremos otra vez el convencimiento adulto de que se debe combatir la injusticia siempre, por supuesto, pero no creer que nuestras pataletas conseguirán mágicamente que deje de existir alguna vez. No hay minoría más indefensa que el individuo, al fin y al cabo. Y a veces, cuando llueve, lo único que se puede hacer es mover el banquete bajo techo y dejar de llorar lo inevitable.

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