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Luis Herrero Goldáraz

Sánchez en su laberinto

Derrotados e infelices, aguardamos el invierno de nuestro otoño del patriarca.

Derrotados e infelices, aguardamos el invierno de nuestro otoño del patriarca.
Pedro Sánchez | Europa Press

Se los distingue por su aura, si es que el aura es algo que existe realmente y no una palabra que hemos inventado para definir la envidia. Irradian no se sabe muy bien qué. Y entran en los salones como lo harían los personajes carismáticos de Tolstoi, siempre bellos e insolentes, a veces ligeramente aburridos, como si no notasen las miradas que acaparan porque, en realidad, tampoco pueden evitar acapararlas. Sabemos que no se dan cuenta de su magnetismo, que lo llevan tan encima que no podrían quitárselo ni aunque se esforzasen. Y eso es quizá lo que más nos hipnotiza. En la vida hay gente con el don de la presencia y luego estamos el resto, capaces de pasar desapercibidos incluso en las fotos de nuestra propia boda.

Todos tenemos amigos así. Gente que hace gracia sin esfuerzo, personas que se sientan en cualquier lugar y secuestran la conversación sin secuestrarla, porque ella misma se mete sola en el furgón tintado de su ingenio. No hace falta que sean guapos, ni altos, casi es fundamental que no presuman de su físico y ni siquiera tienen que hablar a todas horas porque cuando abrazan el silencio también resaltan. En realidad, la gran virtud que los delata es el secreto. El no tener ni puta idea de qué cojones tienen para que todos deseemos su presencia.

Entre los que no somos como ellos, estamos quienes les queremos y quienes les odiamos profundamente. Yo me incluyo en ambos bandos, qué le voy a hacer. He vivido y sé que el desprecio no es otra cosa que la perversión de nuestro amor insatisfecho. Conozco lo sencillo que puede ser acabar como Joaquin Phoenix en Gladiator, porque todos guardamos en algún pliegue del alma un pequeño Cómodo implorante. ¿No lo notas tú también? Todos corremos el peligro de sucumbir a esa semilla del mal que es insaciable y que nos exige siempre más rencor, más envidia, más ponzoña. Todos notamos a veces esa opacidad profunda de la que sólo salen voces que resuenan en la cavidad que horadan nuestras inseguridades. Es difícil, ya lo sé. El amor no viene nunca con un libro de instrucciones y no es sencillo saber que debemos enfocarlo hacia afuera y no hacia adentro. Por eso ocurre tantas veces que la gente buena nos abruma. Su virtud funciona como un espejo que refleja nuestras faltas. Y nosotros, tan tentados a mirarnos siempre, solemos quedarnos ahí, atrapados en la silueta que dibuja nuestro orgullo.

Aunque tampoco hace falta que existan para que acabemos extraviados en los recovecos de una personalidad insatisfecha. Qué te digo que no sepas, ¿verdad, Pedro? Ellos sólo son la excusa, el recuerdo de algo que nos gustaría ser pero no somos. Eso que reaparece a cada paso, con cada logro, y que nos incita a odiar y a poseer, a obligar a quienes no nos quieren a querernos a la fuerza. Se nos llena la cabeza de fantasmas, ¿a que sí? Queremos tener poder, y vernos siendo presidentes, y controlar las teles y liderar las encuestas. Queremos tergiversar la realidad para convencer al mundo de algo que ni nosotros nos creemos. Queremos ser amados y no odiados. Por eso, ofrecer un día una entrevista guionizada pero que nadie nos escuche nos desespera. Que el CIS vuelva a otorgarnos la victoria pero que sólo la reciban risas nos cabrea. Y empezamos a dar vueltas en nuestro laberíntico palacio, cada vez más recluidos porque no podemos salir sin que nos abucheen. Y rumiamos en nuestros adentros, Pedro, cómo hemos llegado a estar tan solos. Notamos que el rencor comienza a confundirse con el miedo. Y envidiamos hasta al mismo Cómodo, por haber tenido a un Máximo delante. A nosotros nadie nos venció que no fuéramos nosotros mismos. Supimos desde el principio que nunca íbamos a dar la talla igual que sabemos ahora, es imposible ya negarlo, que lo único que hemos hecho desde que nacimos ha sido esperar este momento. Incapaces de controlar el tiempo, sentimos poco a poco cómo nos hundimos en el ocaso de un poder que nunca nos perteneció del todo. Derrotados e infelices, aguardamos el invierno de nuestro otoño del patriarca.

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