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Luis Herrero Goldáraz

Tabardillo histórico

Nunca entendí a aquellos locos que, no sabiendo disfrutar su aburrimiento, se afanan por encontrar disparates con los que sacar a los demás del suyo propio.

Nunca entendí a aquellos locos que, no sabiendo disfrutar su aburrimiento, se afanan por encontrar disparates con los que sacar a los demás del suyo propio. Los hay en todos los grupos de amigos. A mi colega el Tabardillos, por ejemplo, le llamamos así no porque sea una persona especialmente alocada, bulliciosa o molesta, según la acepción de la RAE, sino porque de vez en cuando, en su constante ir y venir haciendo cosas, se queda paralizado y pierde el hilo de su actividad, como si de pronto un mono hubiese comenzado a tocar los platillos dentro de su cabeza o se le hubiera pinzado la neurona que le mantiene anclado a la realidad.

Su mote es un mote que recitamos con gusto, además, saboreando cada sílaba para enfatizar el alivio que supone su insolación. Como solemos llamarle de esa manera en los momentos en los que el trance le pilla a medio camino entre empezar a hacer algo y arrastrar a quien tenga a su lado para hacerlo con él, “Tabardillos” ha venido a convertirse en algo así como una oración salvífica, el “¡aleluya!” al que todos recurrimos para celebrar que a nuestro amigo le ha dado una embolia que nos permite aburrirnos sin demasiado delito. Aunque no siempre es todo tan así, claro está. La fórmula sólo se repite cuando los domingos piden calma pero Tabardillos pide copas, por ejemplo; o desplazarse a Albacete para invertir en bicicletas que después habrá que revender a quién sabe cuánto en dónde sabe quién.

La segunda acepción del término, la más usada en realidad, suele ser una interjección parecida al “¡arre!” de los jinetes o al “¡toro!” de los toreros. Algo que podríamos equiparar a una banderilla con la que recuperarle rápidamente, por aquello de evitar que se pierda completamente y nos quedemos sin plan. En esos momentos es cuando más se asemeja al resto de culos inquietos que proliferan por ahí y que se demuestran incapaces de tomarse en serio su propio esplín. Gente temerosa del tedio y como chutada por una droga extraña que obliga a no detenerse jamás. O emulaciones de Barney Stinson, guiadas por aquella máxima que impide terminar el día sin haber cosechado alguna historia que contar en el futuro. En el fondo, casi dan ganas de concluir que ese es su verdadero motor. De hecho, para mí, si Tabardillos profesa algún tipo de fe es la que defiende que la vida es memoria y que pararse es morir, pues significa no tener nada que recordar.

A algunos, faltaría más, les parecerá que entender la existencia de esa manera tiene cierto sentido. Lo que pasa es que, luego, ese tipo de consideraciones no pueden provocar más que cansancio. Recuerdan a las que pronunciaban ciertas mentes ansiosas cuando pedían que la historia se agitase un poquito, como si vivir tranquilamente fuese intolerable y la ancianidad requiriese tener grandes acontecimientos que contar. Pero menuda desgracia. En dos años se nos ha aglutinado la historia y algunos ya sólo desearíamos que se quedase parada y dejase de molestar. Que le dé un tabardillo inoportuno, como a mi amigo, para que aquellos que sí sabemos aburrirnos podamos hacerlo sin demasiado delito.

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