Menú
Luis Herrero Goldáraz

Un pequeño ritual inadvertido

La mayoría de los muertos, cuando mueren, van vestidos. Es un detalle interesante, de los que hacen divagar con disparates.

La mayoría de los muertos, cuando mueren, van vestidos. Es un detalle interesante, de los que hacen divagar con disparates.
El ejército ruso ejecuta a civiles ucranianos en Bucha, al norte de Kiev. | Cordon Press

Hubo un día en que ese niño que ahora yace boca abajo con el cuerpo congelado y la mirada de cristal recibió como un regalo las zapatillas que están colgando de sus pies, llenas de barro. Hoy, cualquier chaval de veinte años es un adolescente de los de hace décadas. Por eso, imagino que este veinteañero habría ido a comprarlas con un cierto entusiasmo indisimulado, preocupado enormemente por su estética, como les pasa a los adolescentes más que a los niños y a los adultos más de lo que quisieran reconocer. Al probárselas, probablemente, se habría sentido en el umbral mismo de la madurez. Habría caído en la cuenta de que el camino hacia uno mismo comienza siempre con la elección del vestuario y no habría podido evitar imaginarse con ellas puestas en infinidad de situaciones. Tomando unas cervezas a la salida de clase, por ejemplo. En unas copas, durante eternas noches de juventud y fiesta. O yendo al cine al fin con ella, quién sabe, para acompañarla después a paso lento a su portal. Quién sabe. Pasado un tiempo, sin embargo, otro día que él no había imaginado, su ciudad amaneció en guerra. Entonces se las puso por última vez y no recordó, no pudo hacerlo, que en el momento de comprarlas no había sospechado que iba a llevarlas puestas cuando fuese asesinado.

Casi nadie suele darle importancia, pero la mayoría de los muertos, cuando mueren, van vestidos. Es un detalle interesante, de los que hacen divagar con disparates. El acto de vestirse, y hasta el de comprar ropa, aunque se haga rápidamente y sin demasiadas pausas dramáticas, tiene algo de ritual. Uno despierta todas las mañanas, se toma su café, se ducha, pero sólo empieza a ser persona cuando comienza a elegir su vestuario. Las mujeres saben esto mejor que los hombres y, por eso, observarlas abriendo cajones y desechando conjuntos es equiparable, yo qué sé, a mirar un atardecer sentado en un espigón, al arrullo de cualquier playa. Hay algo eterno y sensual, familiar y efímero en el vuelo de unas medias del armario hacia la cama. El acto de vestirse es profundo y callado, como de reafirmación de una promesa. Un bautismo diario que cada uno se hace a sí mismo, todas las mañanas, incluida la última que nos toque vivir. Supongo que si todos reparásemos en esto nos vestiríamos con la gravedad de los toreros, y seríamos conscientes de que existe una cierta rebeldía en eso de seguir haciéndolo hasta en tiempos de guerra, como si se le dijese a la muerte que puede venir cuando desee, pero que nunca será bien recibida.

El adolescente que yace ahora boca abajo con las zapatillas llenas de barro en algún lugar cerca de Kiev no tiene nombre, pero va vestido. Todo lo que fue ya nadie sabe dónde está. Y lo que queda es un azar con forma de abrigo manchado de sangre y pantalones llenos de arrugas. Su mirada de cristal nos interpela. Querríamos no olvidar, aun sabiendo que lo haremos. Por eso las guerras siguen repitiéndose y por eso nos duele más lo que ocurra aquí, "a las puertas de Europa", que en Kabul, hace unos meses. Han pasado años desde que Ricardo Ortega grabase a aquella mujer chechena arrebatada en llanto y la mirada perdida de su hijo pequeño, observando impasible los agujeros de bala en la pared en la que su padre había sido asesinado. ¿Qué será de él hoy, cuando ya todo el mundo le ha olvidado? ¿Seguirá vistiéndose cada mañana? ¿Sabrá que la vida es un eterno ritual, una renovación constante de una fe que está cogida entre alfileres? Lo más probable es que si leyese mis paridas me parase rápidamente. ¿Qué no va a saber él sobre la vida que yo sí sepa? Yo, que siempre me he vestido bajo el paraguas protector de un padre que nunca ha muerto y de un país que nunca ha amanecido en llamas. Si algo sí que sé es que el hombre se ha matado, ha llorado y ha olvidado desde hace milenios. Más o menos desde que comenzó a vestirse sin pensar que un día iba a morir con esa misma ropa puesta.

Temas

En Internacional

    0
    comentarios