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Luis Herrero Goldáraz

Una bofetada a tiempo

Es curioso que en una época así siga habiendo que tener cuidado con las palabras.

Había algo que me chirriaba en toda esa jerga belicista utilizada al comienzo de la pandemia. No era que aquellas frases de llamada a rebato o de cierre de filas me resultasen molestas de por sí –no veo nada malo en querer levantar los ánimos ni en pretender despertar los grandes instintos humanos en tiempos de necesidad–, simplemente me parecían falsas. Y tampoco sólo porque pudiesen interpretarse como un burdo intento de acallar las críticas por parte de un Gobierno desnortado que necesitaba legitimarse a cualquier precio. Me parecían falsas porque, por más que digan, no termino de ver claro que pueda ser comparable tener que quedarse en casa con la manta y la sesión de Netflix con tener que asesinar a gente que pretende asesinarte a ti. En algún momento hemos tenido que olvidar las ligeras diferencias que separan una crisis importante de una hecatombe existencial. Posiblemente fuese cuando comenzamos a describir cualquier desgracia con palabras que antes utilizábamos exclusivamente para enfrentarnos a la Nada. La cuestión es que, al final, de tanto enfatizar las gravedades hemos terminado banalizando lo peor, que es ese momento en el que el desgarro de la vida deja de ser una amenaza más o menos inquietante para convertirse en la palpable realidad. Evidentemente, habrá opiniones para todo, pero la mía se resume en que una sociedad que no ha terminado de recontar a sus muertos y ya planea cómo serán sus vacaciones no parece haber llegado a ese punto todavía.

Es curioso sin embargo que en una época así siga habiendo que tener cuidado con las palabras. Aunque no por miedo a vaciarlas, claro está –eso hace tiempo que dejó de importarnos–, sino por si a algún oyente despistado le da por llenarlas demasiado. Vivimos en un mundo en el que ya no somos presos de lo que decimos o de lo que hacemos, sino más bien de la interpretación que otros quieran darle a nuestros gestos. Supongo que por eso estamos tan inquietos. Teniendo en cuenta que algo que está vacío puede llenarse con lo que a cualquiera le dé la gana, la era de la banalidad de lo importante es también la de los linchamientos arbitrarios.

Todo se ve mucho más claro en su contexto. Hace siglos una persona todavía podía sentirse profundamente amenazada por el sinsentido que representaba la barbarie de la guerra. Experimentaba ese desgarro y se veía obligada a encontrar maneras de describir su realidad. Eran tiempos en los que nadie vivía 30 años sin haber llegado a ver su mundo patas arriba una o doscientas veces. Nosotros, por el contrario, llevamos tanto teniendo que figurarnos cómo sería aquello que ya hasta nos ofende que esas gentes no supiesen afrontar sus mierdas con el mismo decoro con el que nosotros sobrellevamos el aburrimiento. Tampoco es culpa nuestra, qué le vamos a hacer: somos hijos del oasis de la paz, la única franja más o menos consistente en la historia de la humanidad en la que una buena parte de las personas que pueblan el planeta no han caído en la tentación de masacrarse las unas a las otras. Puede ser por eso que, a falta de guerras propias, nos haya dado por cargar contra un pasado que ni siquiera tiene la capacidad de defenderse. Si lo miramos así, más que la generación blandita deberíamos llamarnos la generación cobarde. Aunque tampoco lo seremos de manera indefinida. Tarde o temprano la humanidad acabará recibiendo la bofetada inexorable de la realidad y se verá obligada a recordar. Pero entonces lo importante no será que hayamos malgastado las palabras con desventuras irrelevantes, sino que no nos quede ni una sola que nos ayude a comprender en qué cojones consiste esto a lo que llamamos existencia.

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