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Marcel Gascón Barberá

Occidente teme ganarle a Putin

¿Por qué Estados Unidos no se apresura a entregar a Kiev todas las armas que necesita?

¿Por qué Estados Unidos no se apresura a entregar a Kiev todas las armas que necesita?
Mural contra Putin en Rumanía | EFE

Ha llovido mucho desde que los tanques rusos entraran en Ucrania el 24 de febrero, lo suficiente como para que nos hayamos acostumbrado a una guerra de conquista que en su momento nos pareció inconcebible, pues nos devolvía a oscuras épocas de la historia de Europa que creíamos superadas. Las imágenes de universidades y hospitales destruidos, y de ucranianos llorando por la muerte de familiares inocentes fulminados por los bombardeos rusos, siguen llenando los informativos y las portadas de los periódicos, como llenan las páginas interiores las historias de los centenares de miles de ucranianos deportados para ser purgados y reeducados en Rusia.

Pese a la monstruosidad de unas prácticas que emparentan a Putin con Hitler y Stalin, lo que ocurre en Ucrania nos parece ya normal, lo que está haciendo que perdamos el interés, y la capacidad de sorpresa e indignación, por lo que debería seguir conmoviéndonos. Más difícil es que nos acostumbremos a la idea de que la guerra nos está haciendo más pobres y podría hacernos pasar el invierno más duro que la mayoría recordamos en Europa. Escribo "a la idea" porque no tengo claro en qué proporción la crisis energética e inflacionaria que vivimos es achacable a la invasión rusa de Ucrania.

Los precios de la cesta de la compra y la energía ya subían antes de la guerra, consecuencia inevitable, a mi entender, de unas políticas energéticas voluntaristas que se estaban demostrando erradas antes del 24-F, y de la expansión monetaria con que quisimos remontar el vuelo tras el colapso de la pandemia. Sea como fuere, las percepciones son importantes. Y apretarle las tuercas a Putin está teniendo consecuencias para los países más dependientes del gas de Rusia. En estas circunstancias, empezamos a escuchar cada vez más voces que exigen poner fin como sea a la guerra de Ucrania.

Como Putin no escucha a nadie, la presión para que las armas callen se ejerce sobre Zelenski, a quien se pide que renuncie a territorios en aras de una paz temporal que permita volver a la normalidad en Europa. (La normalidad europea empezaba a presentar perspectivas bastante lúgubres, pero cuántos políticos están dispuestos a admitir fallos, cuando se tiene tan a mano una explicación alternativa absolutoria). Esta presión no hará sino crecer a medida que se acerque el invierno, cuando bajen las temperaturas y Rusia recurra al chantaje que con el grifo del gas ejerce sobre sus clientes. Consciente de ello, y de las dificultades militares que tendrá por el frío y la nieve sobre el terreno, Kiev aspira a lanzar durante el verano su contraofensiva en el sur antes del invierno. Del éxito de la operación dependerá que el mundo empiece a creer en una victoria total de Ucrania.

Personalmente, no tengo dudas de que es posible. Cada vez que Occidente ha creído en Ucrania y le ha proporcionado armas, los ucranianos han demostrado una capacidad de combate admirable, que permitió repeler la ofensiva rusa con armamento anti-tanque occidental y está permitiendo ahora la destrucción de decenas de polvorines rusos en territorio ocupado, gracias a los pocos HIMARS que ha recibido hasta ahora. La lucha de los ucranianos nos está mostrando en el campo de batalla la abrumadora superioridad de la tecnología de guerra occidental sobre la de Rusia. Si Estados Unidos proporciona a Ucrania las suficientes armas, la victoria ucraniana es, más que una posibilidad, una certeza, si atendemos a lo que hemos visto hasta ahora.

¿Por qué Estados Unidos —que es la potencia mejor armada y, junto al Reino Unido, la que más ha apostado por Ucrania en esta guerra— no se apresura a entregar a Kiev todas las armas que necesita? Por temor a la reacción, en caso de derrota, de un Putin herido que ya ha amenazado con utilizar armamento nuclear y podría vengarse atacando territorio de la OTAN, lo que obligaría a Occidente a elegir entre entrar en la guerra o firmar el certificado de defunción de la Alianza ignorando el artículo 5.

Este estado de las cosas condena a Ucrania al sacrificio de centenares de soldados cada semana, mientras la población civil vive expuesta a bombardeos constantes contra áreas residenciales de casi todo el país en una lotería macabra que no parece tener más lógica que el terror y sigue cobrándose vidas inocentes también lejos del frente. Sin despreciar los riesgos de escalada que conlleva apostar por una derrota total de Rusia en Ucrania, la alternativa es la eternización de la guerra o un alto el fuego en términos asumibles para Rusia que Putin utilizará para rearmarse y volver a intentar la conquista del grueso de Ucrania o el cambio de régimen en Kiev.

Todo desenlace del conflicto que no pase por la derrota de Rusia otorga carta blanca al maximalismo del Kremlin. Y sería iluso pensar que su expansionismo y ansias de venganza, no necesariamente militar, se detendrán en la frontera de una OTAN que ni siquiera se atreve a luchar por persona interpuesta en Ucrania. Dice el refrán que más vale ponerse una vez colorado que cien amarillo. Como demostró la inacción occidental ante la anexión de Crimea y el desmembramiento del Donbás en 2014, el coste de aplazar las medidas decisivas para poner a raya al irredentismo ruso no hará más que incrementarse con el tiempo.

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