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Marcel Gascón Barberá

Sudáfrica: el genocidio suspendido

"No llamamos a masacrar a los blancos, al menos por ahora".

"No llamamos a masacrar a los blancos, al menos por ahora".
Julius Malema | Wikipedia

Apenas dos años después de ser despedido de las juventudes del Congreso Nacional Africano (ANC, en sus siglas en inglés) que lideraba por radical, corrupto y conflictivo, Julius Malema (Sudáfrica, 1981) volvió a la escena política en 2013 con un nuevo partido. La nueva formación se llamaba Combatientes por la Libertad Económica (EFF), y su ideología y programa no suponían ningún cambio respecto del discurso de su joven "comandante en jefe" –como le gusta hacerse llamar y le llama obedientemente la prensa– cuando era presidente de las juventudes del partido de gobierno. Había pasado el tiempo de la reconciliación y la concordia y llegaba el tiempo de la justicia, por decirlo en palabras de Malema. O de la venganza. Como el nombre del partido sugiere, y en la línea de la izquierda revolucionaria de siempre, Malema piensa que la democracia y la igualdad solo han llegado a Sudáfrica de manera formal. Es hora por tanto de construir la democracia real, aquella en la que nadie valga o tenga más que nadie y solo el Estado benefactor pueda acumular y decidir libremente. En la visión del mundo de Malema, el rico es el blanco, y todo blanco sudafricano es por definición opresor y colonialista. Solo el expolio, y nunca el trabajo o el talento, explica la prosperidad del que ha tenido éxito, un éxito que debe ser revocado y redistribuido a la fuerza entre los que han sido más desgraciados, hasta regresar al supuesto paraíso que imaginan en la noble África antes de la llegada de barcos portugueses y de Holanda.

Admirador declarado de fracasados con pulsiones asesinas como Mugabe y Chávez, Malema siguió la línea de todos los comunismos y los fascismos al dotar a su partido de un uniforme reconocible: boina roja y mono de trabajo también rojo que sus diputados llevan hasta el día de hoy en el Parlamento, donde las mujeres visten del mismo color, como las limpiadoras a las que supuestamente representan. Sus shows para humillar al entonces presidente Zuma, a quien el EFF reventaba todos los discursos, despreciaban día sí y día también el protocolo y las reglas de una institución en la que, como en la democracia, solo cree cuando le conviene. Como Malema es simpático y todo valía contra Zuma, la prensa lo celebró y le convirtió en su niño mimado. Si por edad hubieran podido, muchas periodistas blancas le habrían elegido de yerno, aunque él nunca se preocupara en ocultar su odio resentido contra la minoría europea.

Como hacen todos los movimientos totalitarios en su camino al poder, el EFF de Malema no dudó en aliarse con el primer partido de la oposición, la liberal Alianza Democrática (DA), para avanzar en sus objetivos y presentarse como un hombre de Estado capaz de arrimar el hombro cuando acechaba un mal mayor como el presidente Zuma. Parte de esa estrategia de consenso transversal contra Zuma fue entregar sus votos a la DA en los ayuntamientos de Johannesburgo, Pretoria y Port Elizabeth, donde el ANC perdió por primera vez la mayoría absoluta en las municipales de 2016.

La destitución de Zuma por parte de su propio partido en febrero de este año cambió radicalmente el paisaje político sudafricano, y una de las primeras medidas del nuevo presidente, Cyril Ramaphosa, también del ANC, fue votar la moción de Malema para comenzar el proceso que permita expropiar sin indemnización las tierras de los blancos. Malema se adjudicó toda la responsabilidad de este paso hacia la reforma agraria radical que proponen el EFF y una parte del ANC. Liberado el partido de gobierno de la pesada rémora de Zuma, Malema busca ahora desbordar al ANC por la izquierda. Si Ramaphosa toma la senda revolucionaria, Malema se atribuirá el mérito y subirá, entregando sus votos a condición de más radicalismo, al tren que hará descarrilar a Sudáfrica. Si Ramaphosa no lo hace, le llamará blando y traidor y buscará robarle el voto pobre.

Las cuatro anécdotas sobre Malema –hijo de una limpiadora que le crió sin su padre– que contaré a continuación sirven para iluminar no solo al personaje, sino a la mayor parte de caudillos revolucionarios que, más o menos conseguidos, aspiran a llegar al poder en el mundo.

La primera la protagonizó en 2016, mientras los jueces del Tribunal Constitucional daban su veredicto contra Zuma en uno de los casos de corrupción del entonces presidente. A la manera típica de movimientos como el suyo, Malema convocó a sus seguidores a las puertas de la sede del tribunal en Johannesburgo. Una multitud –una multitud más ruidosa que masiva, como también acostumbra a pasar, acorde con el modesto porcentaje de votos, un 7 por ciento, que obtuvo el EFF en las elecciones– vestida de rojo celebró la victoria judicial con su comandante, que lo dejó bien claro desde el estrado: esos señores con toga, vino a decir Malema para marcar distancias con los representantes del poder burgués, son ahora nuestros amigos, pero un día pueden ser también nuestros enemigos. Y entonces, en vez de jalear a los magistrados ante sus seguidores, bien podría mandar a la masa a tomar el tribunal y protestar por la injusticia.

La segunda es un ejemplo de uno de los métodos más eficaces que todos los movimientos comunistas utilizan para ganarse simpatías en principio esquivas. Consiste en hacer suyas hasta monopolizarlas causas nobles universales cuya justicia nadie puede negar. Malema ha hecho esto con el feminismo y la defensa de las mujeres violadas y asesinadas por sus parejas. Por suerte, las hemerotecas nos recuerden de sus tiempos en el ANC sus deleznables comentarios sobre la mujer que denunció a Zuma por violación, de quien dijo, al frente de la turba misógina que apoyaba a su jefe, que lo había disfrutado.

Otro de los episodios que quiero recordar ocurrió durante una manifestación de la oposición –liderada por la DA y el EFF, con menos votos pero más eficaz para la movilización callejera– en la Plaza de la Iglesia del centro de Pretoria. Decenas de miles de sudafricanos negros vestidos de rojo bailaban al ritmo de los pegadizos hits revolucionarios que siempre suenan desde las tarimas del EFF. Estaban tomando el antiguo centro del poder blanco, afrikáner. Las siluetas de los antiguos desharrapados se movían frenéticamente subidas a las escaleras de piedra de la plaza, con la silueta de los bancos capitalistas de fondo. Muchos de los presentes esperaban una orden del jefe para saltar las vallas que protegían la estatua de Paul Kruger y destruir con lo que encontraran la efigie del político y militar afrikáner. Consciente del estado de ánimo de la plaza, Malema pidió que dejaran en paz a Kruger. El enemigo en ese momento era Zuma, a la estatua ya le llegaría su hora. A todo le llega su hora en revolución.

La última de estas historias ocurrió en 2016, durante otro mitin fuera de otro tribunal, que en este caso le juzgaba por llamar a los sudafricanos negros a ocupar tierras. En el estilo amenazante de bully –"matón" en castizo–que caracteriza al comunismo, Malema abogó por nacionalizar las minas y las tierras para devolver la riqueza a sus "legítimos dueños" y tranquilizó a sus potenciales víctimas: "No llamamos a masacrar a los blancos, al menos por ahora".

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