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Mikel Buesa

¿A quién le conviene adelantar las elecciones?

No parece que un adelanto electoral convenga a nadie, incluyendo a su principal promotor.

No parece que un adelanto electoral convenga a nadie, incluyendo a su principal promotor.
EFE

Si viviéramos dentro de una mera abstracción teórica, es posible que, en una situación política como la actual, con un Gobierno desacreditado por el tortuoso pasado del partido sobre el que se sustenta, del que afloran demasiados casos de corrupción y de engaños, la solución más razonable para encontrar una salida airosa a la gobernación del país fuera la convocatoria de unas elecciones generales. Pero nuestra realidad no es una abstracción, sino más bien un intrincado rompecabezas cuyo rasgo más notorio es el bloqueo al que se ve sometido cualquier proyecto político por la imposibilidad de formar una mayoría suficiente con visos de estabilidad, incluso en el corto plazo.

¿Cómo y por qué hemos llegado a esto? La respuesta es compleja, aunque hay tres factores que ya han quedado suficientemente claros. El primero y más importante –que condiciona todo lo demás– es un sistema electoral que, en condiciones de fragmentación del electorado, proporciona una composición del Congreso que inevitablemente exige el concurso de varios grupos parlamentarios para arbitrar una mayoría suficiente. Recordemos, por ejemplo, que la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado para este año ha requerido del acuerdo de siete partidos. El segundo factor es el que señala la persistencia e incluso la acentuación de esa fragmentación de los votantes, de manera que, si hacemos caso a lo que van señalando las encuestas, actualmente tendríamos cuatro partidos –PP, Ciudadanos, PSOE y Podemos– situados, según el CIS, en una horquilla de 4,4 puntos porcentuales en torno a un promedio del 22 por ciento; a ello se añaden otros ocho partidos con posibilidad de colocar algún diputado en los escaños de la Cámara. Y el tercero se refiere a la ausencia de una cultura de cooperación –o, si se prefiere, de transacción– en los principales partidos, de manera que su acción política se desenvuelve preferentemente en el campo de una confrontación inspirada en el desprecio hacia al menos uno de los demás actores, lo que conlleva actitudes de veto por encima de cualquier discrepancia política o programática razonable.

Es en este marco en el que, con la excusa de la sentencia sobre el caso Gurtel, el Partido Socialista ha decidido ejercer su derecho a presentar una moción de censura contra el presidente Rajoy. No voy a valorar si el motivo aducido es suficiente ni tampoco a defender la idoneidad del líder popular para el cargo que ostenta, porque de lo que se trata no es de eso, sino de si la acción emprendida por Pedro Sánchez puede permitir superar el bloqueo político en el que nos encontramos. Digamos, de entrada, a este respecto que la posibilidad de que la censura prospere pasa, en todos los casos, por una combinación de entre tres y ocho grupos políticos, entre los que existen al menos dos cuyo alejamiento ideológico hace previsible que el futuro Gobierno se encuentre tan huérfano de apoyos –más allá de la investidura– como el actual.

Por tanto, no parece que de la moción de censura pueda emerger una solución que encauce la política española hacia una senda de estabilidad con la actual composición del Congreso de los Diputados. Sin embargo, el planteamiento podría ser diferente si conduce a una inmediata convocatoria electoral que renueve y eventualmente remodele esa composición. Esta es la apuesta de Ciudadanos, a la que algunos medios han añadido una variante consistente en que la convocatoria de elecciones la hiciera el presidente Rajoy tras acordar con Sánchez la retirada de su iniciativa. Se recupera, de este modo, la misma solución que se ha aplicado al caso de Cataluña, un vez intervenida su Administración por medio del artículo 155 de la Constitución, sin que, por cierto, los resultados obtenidos hayan avalado las esperanzas de sus promotores –Ciudadanos, inicialmente, y después el PSOE y el PP–. Por eso cabe preguntarse si el adelanto electoral conviene a alguien en este momento.

Desde mi punto de vista, la respuesta a esta cuestión es negativa en todos los casos. Para empezar, desde la perspectiva común a todos los ciudadanos, si mi argumento anterior es correcto, no parece que unas elecciones inmediatas vayan a cambiar la fragmentación de la representación política, más allá de las modificaciones que pudieran producirse en el orden que ocupan los distintos partidos. Por tanto, la dificultad para conformar mayorías de gobierno va a persistir y, si no se modifica la cultura de esos partidos, no cabe esperar un cambio significativo con respecto a la situación actual de bloqueo institucional.

Pero hay que considerar también el interés particular de los cuatro partidos que se ubican en torno al promedio del 22% de intención de voto al que he aludido más arriba. Dos de ellos –PP y PSOE– están inmersos en una dinámica de pérdida de apoyos electorales que para el primero parece que aún no ha tocado fondo y para el segundo está ya en su punto terminal. Ambos partidos necesitarían tiempo para recomponer su proyección sobre el electorado, a fin de obtener algún logro de lectura positiva en los comicios municipales y regionales del año próximo que les permitiera catapultarse en unas ulteriores elecciones generales. Por tanto, no es razonable esperar de ellos un adelanto electoral, salvo que se vieran constreñidos de tal manera que su margen de autonomía con respecto a los demás competidores quedara prácticamente anulado. En tal caso, las elecciones adelantadas serían para ellos el preludio de su defunción como actores relevantes en la política española.

En el caso de Podemos, tampoco unas elecciones inmediatas solucionarían ninguno de sus problemas. Su cuota en el mercado de votos parece estar estancada, sin que se reflejen en ella sus disidencias internas y sus exóticos episodios de contradicción entre el discurso del partido y los hechos de sus dirigentes. Pero el riesgo de que esto cambiara en virtud de una campaña agresiva de sus principales rivales –sobre todo del PSOE– en el caso de que se convocaran los comicios es elevado. Y queda Ciudadanos, el único partido ascendente y promotor de la idea del adelanto electoral. Esto último es, para mí, sorprendente, no porque piense que no pueda recoger los frutos de su reciente trayectoria, sino porque todo apunta a que, en el mejor de los casos, incluso siendo el partido más votado en unas elecciones generales, su cuota de poder sería menor que la del PP con la actual composición del Congreso. Esto significa que Ciudadanos tendría que asumir el gobierno de España con muchas más dificultades que las que ahora experimenta su socio de investidura. Y si esto es así, no es descartable que, al no poder desarrollar su proyecto político con holgura, acabara perdiendo parte de los apoyos cosechados.

En resumen, no parece que un adelanto electoral convenga a nadie, incluyendo a su principal promotor. Y en estas circunstancias más valdría que los partidos hacia los que se han ido decantando la mayoría de los españoles trataran de desbloquear la situación ensayando nuevas formas de actuación coherentes con la fragmentación electoral. Ello implica incidir sobre el factor cultural al que he aludido al principio de este artículo y, por tanto, ensayar vías de cooperación estables –en las que los intercambios de intereses son esenciales– que dieran salida a la legislatura.

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