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Mikel Buesa

Desigualdades electorales

Las miserias que nos reserva el sistema se ignoran, cuando no se ocultan al debate público.

Las miserias que nos reserva el sistema se ignoran, cuando no se ocultan al debate público.
GE

Dado que estamos en tiempo de campaña, bueno será que, una vez más, hagamos un repaso por las desigualdades que nuestro sistema electoral reserva a los contendientes en los próximos comicios. Sorprendentemente para un país como España, en el que por lo común todos queremos ser iguales, aunque haya veces en las que alguno quiere valer más que los otros, se suele hablar poco de este asunto. Las miserias que nos reserva ese sistema se ignoran, cuando no se ocultan al debate público.

Empecemos por las primeras, que son las que se asocian a la financiación de los gastos electorales. Éstos, como se sabe, están limitados con la idea de que no le cuesten demasiado al Estado, aunque lo que se dice es que, de esa manera, los partidos que se presentan se sitúan, más o menos, en pie de igualdad. Pero no se menciona que las subvenciones con las que, al fin y al cabo, se pagan la mayor parte de esos gastos están reservadas sólo a unos pocos contendientes. En concreto, a los que obtienen representación. Si no ganas, te quedas sin nada. Y si vences, dependerá de lo que hayas obtenido para que te toque mucho o poco en el reparto, porque los dineros públicos se distribuyen en función de los votos cosechados y también de los escaños logrados.

Imaginemos por un momento que un partido que se presenta en diez pueblos relativamente pequeños de una provincia logra sacar un concejal con mil votos en cada uno de ellos. De acuerdo con la norma que regula las subvenciones, ese partido, que habrá conseguido 10.000 votos, a 54 céntimos el voto, y diez concejales, a 270,9 euros por edil, recibirá del Estado 8.109 euros. Pongamos ahora otro partido que considera que mejor que los pueblos son las capitales y se presenta en la de la provincia, donde con 10.000 votos obtiene un concejal. A la misma tarifa, este segundo partido percibirá 5.670,9 euros; o sea, un treinta por ciento menos que el otro, aunque haya convencido al mismo número de ciudadanos. Ventajas de la diversificación del riesgo, diría un economista, aunque de lo que hablamos es de si hay igualdad en las condiciones con las que cualquier candidato puede competir por la concejalía de un Ayuntamiento. Claro que, para desigualdad, la de un tercer partido que, aunque le hayan votado 10.000 electores, no ha obtenido ninguna representación debido a que en ninguno de los sitios en los se ha presentado ha llegado al mínimo para obtener un acta. Porque en este último caso, de acuerdo con las reglas de reparto de los dineros, no le corresponde nada.

Las subvenciones electorales, en consecuencia, acaban teniendo un efecto conservador. Suelen beneficiar sobre todo a los que ya estaban allí para llevar los asuntos municipales o autonómicos y se lo ponen muy difícil a los que quieren romper el statu quo. Y eso que no hemos hablado hasta ahora de las que se dan para pagar los envíos de papeletas a los domicilios de los electores. Esto sí que son palabras mayores, porque para acceder a estas subvenciones un partido tiene que presentarse al menos en la mitad de los municipios de más de 10.000 habitantes que haya en la provincia y, además, sacar algún concejal en la mitad o más de estos últimos. En este caso, te dan 0,22 euros por elector, lo que no es moco de pavo. Por ejemplo, en la Comunidad de Madrid, al partido que cumpla esas condiciones le caen en su bolsa 1.337.725,4 euros.

Conviene anotar adicionalmente sobre estas últimas subvenciones que, en su justificación política, se asocian a la inexistencia en España del secreto del voto. La OSCE lo viene reiterando en todos sus informes sobre las elecciones españolas, porque sus observadores contemplan atónitos que, en nuestro país, las papeletas están depositadas en mesas al alcance -sobre todo, visual- de cualquiera, mientras los colegios electorales apenas están dotados de cabinas. En casi todo el mundo, para votar hay que pasar por la cabina porque es allí donde están las papeletas; y, de paso, uno se lo monta en intimidad y secreto. Pero aquí no. No hace falta, les dicen a esos observadores, porque como las papeletas se llevan desde casa… ¡Naturalmente! Pero de casa sólo se pueden llevar las papeletas de unos pocos partidos, porque los demás, por sus resultados previsibles, no pueden soñar con ellas; y no digamos las candidaturas individuales o las agrupaciones de electores. Interesante esta conjunción entre la pasta electoral y la revelación pública del voto.

Pero no todo acaba en el dinero. También está el acceso a los espacios reservados por cada ayuntamiento para la propaganda electoral y a los medios de comunicación públicos. Lo de los primeros es bastante sencillo: o estás listo para pedirlos antes que otros o te queda la morralla, los sitios recónditos y los horarios imposibles. En cuanto a los segundos, la cosa se complica, porque para que las candidaturas de un partido salgan en los telediarios o en los noticiarios de radio -estamos hablando de los de las cadenas públicas- hay que tener pedigrí. Esto sí que es conservar el statu quo, sencillamente porque esos medios están reservados a los partidos que, antes de las elecciones, ya estaban representando a los ciudadanos. Los nuevos se quedan fuera, sin más. O casi, porque la Junta Electoral acaba de admitir a los que en las elecciones europeas sacaron el 5 por ciento de los votos. La televisión nacional, en función de esto último, metió a Podemos y a Ciudadanos en la parrilla, aunque ha tenido que sacar al partido de Albert Rivera porque se ha quejado el de Rosa Díez para defender su posición, no vaya a ser que, como dicen las encuestas, la pierda y en todas partes.

Esto de la televisión pública tiene su aquel. Recuerdo una anécdota de cuando yo hacía campaña electoral en Madrid, en la que me tocó acudir a un debate en la Facultad de Derecho de la Complutense para hablar de las oportunidades de la juventud. Allí estábamos candidatos de todos los pelajes y había uno de Izquierda Unida que iba acompañado por un equipo de Telemadrid. Cuando le tocó el turno, miró directamente a la cámara y soltó un discurso de un minuto sobre un tema que no tenía nada que ver con el acto que nos convocaba. Ese mismo mediodía lo vi en el noticiario autonómico. Lo curioso era que ese candidato decía todos los días lo mismo, porque ya se ve que eso de esforzarse para hilar un discurso no le iba bien. Y además daba lo mismo, porque ya se sabe que, en la tele, lo importante es reiterar el mensaje. Son las cosas de la desigualdad electoral: unos tienen que dar codazos para salir de la invisibilidad y otros apacientan felices el rebaño de votantes. Lo malo, o tal vez lo bueno, es que ese rebaño, de vez en cuando, se dispersa hasta que deja de ver a los pastores mientras éstos se contemplan extasiados en la televisión.

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