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Mikel Buesa

La pachorra conservadora

El Gobierno se ha instalado en la pachorra conservadora para rehuir los descontentos que inevitablemente acompañan a toda política reformista.

El Gobierno se ha instalado en la pachorra conservadora para rehuir los descontentos que inevitablemente acompañan a toda política reformista.

Tras los dislates y el derroche de recursos que supuso el zapaterismo, la sociedad española acogió con esperanza el relevo en el poder del socialismo, dio al Partido Popular una mayoría parlamentaria con la que pudiera emprender las reformas y cambios que se enunciaban en su discurso político. Lo cierto es que los electores que se decantaron por un reformismo amplio, en el que se incluían aspectos casi estrictamente económicos junto a otros de índole política y moral, se vieron pronto frenados en sus aspiraciones de cambio por un Gobierno parsimonioso que, tratando de consolidar la hegemonía conservadora, perdió un tiempo precioso a la espera de las elecciones regionales en Andalucía. Las reformas estructurales y muy especialmente la formulación de un presupuesto austero llegaron así con un retraso que resultó ser pernicioso para el manejo la política económica, pues los operadores de los mercados financieros no perdonan la indecisión, de manera que en junio de 2012 el Gobierno se vio impelido a solicitar la ayuda europea para abordar el rescate bancario.

Fue en los meses previos a este último acontecimiento cuando los españoles asistimos a un deterioro creciente de la situación financiera del país, lo que dio lugar a importantes presiones sobre el Gobierno para que se pusiera en manos de las autoridades europeas con objeto de allegar recursos a las arcas públicas. El presidente Rajoy se resistió a tal posibilidad –seguramente con razón, pues ello habría certificado su fracaso político en muy poco tiempo– y al final los daños se limitaron a ese segmento de nuestras entidades bancarias formado por las viejas cajas de ahorros reconvertidas. La parsimonia fue, en aquellas circunstancias, una virtud, pero impregnó la manera de afrontar los problemas políticos de tal forma que acabó cercenando el impulso reformista del Gobierno y trastocándolo por una pachorra conservadora que hace muy difíciles los cambios institucionales que requiere el país.

A ello contribuyó también el problema de Cataluña, pues todo indica que Rajoy cree que el impulso secesionista puede ir desinflándose con el tiempo, apaciguando los ánimos y trastocando las instituciones –en concreto las que buscan asegurar la estabilidad presupuestaria– para no ahogar del todo los aprietos financieros de la Generalitat. Y no me sorprendería que apostara a que el golpe final al independentismo catalán lo den los electores escoceses, con su referéndum autodeterminista, mientras se celebran los fastos del centenario de la caída de Barcelona en la Guerra de Sucesión. Una apuesta, por cierto, muy arriesgada, pues podría ser que, amén de reforzar al nacionalismo más radical, una política de esta naturaleza acabara fallando en el terreno financiero, con consecuencias no menores para el conjunto de España.

El caso es que el Gobierno se ha instalado en la pachorra conservadora para rehuir los descontentos que inevitablemente acompañan a toda política reformista, haciendo de ésta un mantra que se invoca en los papeles que se trasiegan por Europa pero que no se desea realizar con la prontitud requerida. Y para ello se recurre a las viejas técnicas de gobierno que hacen depender las decisiones de comisiones interministeriales o del dictamen de grupos de expertos, así como del diálogo con todos los agentes sociales que quieran terciar en los asuntos. Lo vimos el año pasado con la reforma de las universidades –seguramente ya aparcada, después de un informe que irritó a los rectores, a los sindicatos y a los grupos de presión académicos que veían peligrar su poder–; lo estamos viendo ahora con la reforma de las pensiones –con respecto a la cual la formulación de un factor de sostenibilidad ha logrado que el Gobierno eluda la molesta solución de adelantar la vigencia del aumento de la edad de jubilación– o con la de las Administraciones Públicas –contra la cual, sin que se disponga de ningún papel redactado con seriedad, ya han saltado alcaldes, presidentes de diputaciones y políticos locales de todo el espectro ideológico–; y lo veremos, sin duda, con la reforma fiscal cuando, en un tiempo futuro aún sin precisar, tengamos en nuestras manos el parecer del panel de hacendistas recién prometido por el ministro Montoro.

Pero no se trata sólo de alargar los plazos para tomar decisiones, sino también de volver sobre los pasos ya dados con mejor o peor fortuna y someter así las correspondientes políticas a la pachorra conservadora, en espera de que el agotamiento de la legislatura deje para más adelante la solución de los asuntos pendientes. Esto es lo que se ha constatado en el caso de la aplicación del principio constitucional de estabilidad a las cuentas de las comunidades autónomas, haciendo de la última reforma de la Carta Magna un papel mojado, a pesar de los perjuicios que, a la larga, ello va a ocasionar para la economía española. Se ha visto también con la reforma del sistema energético, de manera que las desavenencias que ha habido sobre este tema incluso dentro del propio Gobierno han hecho naufragar, de momento, la loable intención del ministro Soria de frenar los costes de la electricidad y, de paso, empezar a solucionar el grave problema del déficit tarifario. Y se ha comprobado asimismo en la delicada cuestión de la política antiterrorista por lo que atañe al tratamiento de los reclusos de ETA, cuando el cuestionamiento de la vía Nanclares –a la que quiso dar continuidad el ministro Fernández Díaz, a pesar de su ineficacia– ha dado paso a un no hacer nada que está contribuyendo a sostener el poder de la organización terrorista dentro de las prisiones.

Esta pachorra conservadora está teniendo consecuencias muy relevantes sobre los ciudadanos, cada vez más desencantados de sus opciones electorales y cada día más imbuidos de desafección con respecto al sistema político, especialmente entre las clases medias. Los sondeos electorales muestran que el PP ha perdido ya a más de la mitad de sus votantes. Ello no sería grave si, paralelamente, un PSOE centrado se hubiera reforzado con esa aportación. Pero no ha sido así, pues este partido ha visto cercenada su base electoral en algo más de un tercio. Y todo ello mueve a la opinión pública hacia las opciones minoritarias –como es el caso de IU y UPyD– y, de una manera más importante, hacia la abstención y la indiferencia con relación a la política. Con un panorama así, se visualiza ya un futuro de ingobernabilidad, pues, en las aludidas circunstancias, los elementos correctores que el sistema electoral impone sobre la fragmentación política pueden ser insuficientes para preservar la estabilidad. Si esto llegara a ser así, entonces se haría cierta, una vez más, la observación que, en su obra más reciente, formuló el escritor libanés Amin Maalouf:

Quien intenta retrasar un naufragio corre el riesgo de apresurarlo.

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