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Óscar Elía

Afganistán: la Historia, en marcha otra vez

Afganistán no es una derrota más, ni siquiera es un símbolo: es un giro en la Historia, con mayúsculas, la que trae guerras, revoluciones, crisis profundas.

Afganistán no es una derrota más, ni siquiera es un símbolo: es un giro en la Historia, con mayúsculas, la que trae guerras, revoluciones, crisis profundas.
Talibanes patrullan Ghazni tras tomar el control de la ciudad. | EFE

Cuando el próximo 11 de Septiembre las campanas de las iglesias suenen en Nueva York por las víctimas de Ben Laden y del mulá Omar y los militares homenajeen a los uniformados muertos en el Pentágono a los 20 años del ataque terrorista, los talibanes estarán celebrando su vuelta al poder y la derrota del país más poderoso de la Tierra.

Es verdad que las terribles imágenes de los últimos días han sacudido a todo el mundo, despertándonos de la modorra de la ola de calor. Pero no deben ser una sorpresa. La de Afganistán es una derrota sostenida en el tiempo, compartida por Obama, Trump y Biden: pero los dos primeros tuvieron la capacidad de controlarla y acompasarse a los acontecimientos. No es el caso de Biden, que en mayo y julio lanzó mensajes inequívocos con los que cavó su tumba: Estados Unidos se iba a ir sí o sí a corto plazo y el Ejército afgano tendría que bastárselas por sí mismo sí o sí y desde ya.

Pero sin apoyo aéreo, logístico y de operadores y fuerzas especiales aliadas, los afganos ni han podido ni pueden frenar a los barbudos. Los norteamericanos lo saben, los distintos Gobiernos afganos lo han sabido, y los talibanes también: Arias Borque lo ha explicado muy bien. De ahí que la insistencia de Biden se haya saldado con deserciones masivas, cambios de bando y un hundimiento moral del Ejército afgano previsible si, como hicieron Trump y Obama, no se llevaba a cabo la retirada con enorme prudencia y determinación. Una sola división, 6.000 hombres estacionados de manera permanente, hubiese bastado –como bastó en Alemania o Japón– para mantener a raya a los talibán e impedir su redespliegue, pero tengo para mí que Biden carece ya de la fortaleza física y psíquica para forzar a los Departamentos de Estado y Defensa a permanecer en un lugar que detestan. Esta es la consecuencia: aunque estemos al inicio de su mandato, Afganistán va a quedar unido para siempre a Biden, como Irán a Carter y Vietnam al pobre Nixon.

Vayamos con una segunda consideración, más allá de Biden: esta fue la primera gran operación de la OTAN… y ha sido su primera gran derrota. Tras la caída de la Unión Soviética, la Alianza Atlántica deambula en busca de un concepto estratégico que justifique su existencia. Estamos cansados de ver a la OTAN buscando su justificación, cumbre tras cumbre. Los países miembros saben que es un buen instrumento militar, el mejor de la Historia, pero desde 1989 carece de finalidad. La lucha contra el terrorismo, que sí involucraba a todas las democracias occidentales, era la misión idónea: la defensa de la libertad frente a la tiranía, de la civilización frente a la barbarie.

Pues bien, el fracaso ha sido mayúsculo. En Afganistán, sólo Estados Unidos ha mantenido presencia real hasta ayer: los demás socios han ido saliendo más o menos discretamente según el sentir que llegaba de Washington. Con la derrota en Afganistán, la OTAN se inflige una derrota y da un paso atrás en su búsqueda de sentido, que, como afirma Bardají, cada vez se desdibuja más, perdida como está la Alianza entre la basura woke y la falta de financiación.

Tercero: la derrota trasluce la debilidad de las democracias occidentales. Uno puede pensar que veinte años son más que suficientes en un país que no hace más que costar dinero y disgustos militares; lo que equivale a pensar que uno elige las guerras que merecen la pena y las que no. Este es quizá uno de los grandes males occidentales. El caso es que las guerras lo eligen a uno, y un país no elige qué, cuándo y dónde luchar. Entender esto es fundamental: nadie en su sano juicio cree que China o Rusia hubiesen protagonizado el espectáculo occidental de los últimos meses. Los expertos hablan de las relaciones internacionales como de la "arena internacional": se disuade o se es disuadido, se persuade o se es persuadido. Hay quienes, a la izquierda y a la derecha, celebran el batacazo estadounidense en Kabul: pero no hay que olvidar que Estados Unidos es hoy la punta de lanza y la retaguardia de la democracia occidental. El fracaso de aquél es el de ésta.

Por fin, y en cuarto lugar, las imágenes de los dos últimos días dan cuenta de un fin de ciclo histórico. Estados Unidos, baluarte de la hegemonía occidental, se muestra agotado y exhausto en el exterior y dividido hasta el límite en el interior: es más noticia por sus fracasos que por sus éxitos. Los países europeos son, dos décadas después del 11-S, una caricatura de la caricatura que ya eran entonces. En 2021 están carcomidos por crisis económicas, sanitarias y migratorias de las que son incapaces de salir. La UE, la gran motivación de los europeos desde 1990, ha tocado techo con la salida exitosa de Londres y la división de los Estados miembros.

Frente a las democracias occidentales, una difusa alianza que une a regímenes como el chino, el ruso, el iraní, el venezolano y el cubano corroe las fronteras de las democracias, quebranta el prestigio de éstas y desafía su menguante poderío económico y militar. En Europa, en Estados Unidos, las querellas y polémicas alcanzan límites absurdos, obscenos: lo mismo se discute si los niños tienen pene que si hay que dejar de comer carne o que arrodillarse ante miembros de otra raza. Todo este ruido ideológico, propio de la sociedad de la opulencia, va soportado por un endeudamiento masivo y el desinterés por el futuro. La felicidad mal entendida esconde problemas graves: y en este caso genera un persistente olor a años treinta.

Esto es quizá lo peor de todo. Afganistán no es una derrota más, ni siquiera es un símbolo: es un giro en la Historia, con mayúsculas, la que trae guerras, revoluciones, crisis profundas. En expresión de Arnold Toynbee, parece que aquélla esté en marcha otra vez.

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