Esta semana me he percatado, fíjense y perdonen lo que he tardado, de que en realidad estoy en ninguna parte. No se lo creerán, porque parece increíble, pero no estoy solo, aunque tal cercanía humana no conforta mucho. Hay un, cada vez más nutrido, grupo de españoles que estamos en ninguna parte. ¿Y qué es ninguna parte y dónde está eso? No hablo de ninguna parte en el sentido utópico, como lo hizo el novelista filo anarquista y rico de familia William Morris, más o menos en mismo sentido en que se escribieron las grandes utopías desde Santo Tomás Moro.
En aquellos libros, ninguna parte era en realidad una parte idealizada de lo que sus autores, deseosos de una humanidad nueva, un hombre nuevo, una naturaleza humana nueva que creían podía conseguirse disciplinadamente con un orden y una educación diseñada por los sabios dictadores del bien indiscutible, describían las costumbres, normas e instituciones en las que esa ninguna parte podía hacerse real algún día.
No, no. Me refiero a una creciente multitud de españoles que sabemos que vivimos en ninguna parte y esa ninguna parte es algo que existe, que es real, pero que no es parte de nada porque está al margen de todo. Estamos siendo excretados de manera sistemática y, parece que intencionada, por todos aquellos que tienen el poder en la sociedad española actual de forma que estemos fuera, donde hace frío, no se influye ni puede construirse ni predicarse.
No somos de ninguna fe porque somos herederos de la cultura clásica y cristiana y creemos que hasta la fe religiosa y sus valores derivados exigen una justificación racional tras una búsqueda intensa y sincera de la verdad. Pero los instalados en las creencias dogmáticas ya se sienten en posesión de la verdad y nuestras preguntas, nuestros interrogantes, nuestras incertidumbres parece que hacen temblar esos edificios aparentemente tan sólidos y contundentes.
No somos de ninguna ideología concreta y determinada porque habiendo conocido a fondo algunas y teniendo referencias precisas de otras, sabemos que algunas como el comunismo son el peor cáncer para una sociedad de ciudadanos libres e iguales. Otras, como el socialismo, hermano menor y pusilánime del anterior, quiere lo mismo, pero ocupando, trenzando, tejiendo una tela de araña desde constituciones y democracias a las que desprecian. Tampoco somos conservadores porque hay mucho que reformar para acercarnos a la libertad y la igualdad de oportunidades que debemos aspirar. Ni somos liberales rígidos que santifican al individuo, que es algo abstracto que no existe ni ha existido nunca, y sus propiedades materiales y legales, sino que estamos más atentos a los hechos y a la experiencia que permite que los cambios se combinen con el derecho a la continuidad de las generaciones.
No somos de ningún partido. Es decir, no somos gente de partido, tropas adocenadas que siguen sin rechistar las consignas del jefe cada día. Lo definió muy bien el Lobo de Ciudadanos cuando dictó que no quería en su organización nadie que leyera y escribiera porque, al final, llegaban a ser gente conflictiva que ponía en peligro su mando o el ordeno y mando. Un partido es una maquinaria antidemocrática que tiene constitucionalmente acceso exclusivo a la gestión de todos los fondos públicos, desde los municipales a los europeos. ¿Cómo poner tal empresa en manos de quienes dudan, cuestionan, denuncian o subrayan las mentiras, los incumplimientos, las traiciones?
Pero, precisamente por estar atentos a los hechos, sabemos que nuestra ninguna parte se encuentra en una nación llamada todavía España y que la que es de hecho nuestra patria está realmente en peligro. No pertenecemos a ninguna fe, ideología o partido, pero sí formamos parte de la tierra que nos vio nacer y la experiencia nos dice que el mejor intento de convivencia jamás experimentado en España, que fue la Transición de una dictadura a una democracia, con todos sus defectos, ha sido, y es comprobable empíricamente, la mejor combinación de libertad, justicia y tolerancia alcanzada jamás en nuestra Historia.
Por ello, propongo que salgamos de ninguna parte y participemos con nuestras virtudes y defectos en la organización de un frente común con los que prefieren la continuidad de aquel espíritu de reconciliación y reformas que se oponga al frente ya formado y estructurado de quienes ningunean, dinamitan y se saltan a la torera los valores constitucionales democráticos camino de dictaduras fácilmente reconocibles que será la ninguna parte real para los sujetos libres que dejaremos de ser si tal horror triunfa.
Sólo necesitamos, como Arquímedes, un punto de apoyo. Dennos, concédannos, permítannos ese punto de apoyo en alguna parte en la que quepamos juntos sin traicionarnos ni vendernos ni mentir y contribuiremos a que la patria española común siga existiendo con más vigor que nunca.