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Santiago Abascal

Ante la tumba de Goyo

No es fácil mantenerse firme. Nunca lo fue. No lo fue para Goyo. Ni lo es hoy para nosotros. Ni lo será mañana para nuestros hijos.

No es fácil mantenerse firme. Nunca lo fue. No lo fue para Goyo. Ni lo es hoy para nosotros. Ni lo será mañana para nuestros hijos.

Ayer, ante la tumba de Goyo, por momentos me invadió la melancolía y muy hondamente pude sentir "que es un soplo la vida, que veinte años no es nada", como dijera el memorable tango de Carlos Gardel. Veinte años después del crimen etarra en La Cepa que nos robara al más valiente político de la democracia española, y como cada año, tuve el honor inmenso de poder acompañar a su viuda, a su hermana y a sus amigos; también el fastidio de coincidir con quienes han negado a Goyo con sus palabras y con sus hechos.

Fue triste constatar que, aunque veinte años no es nada, todo ha cambiado. Las siglas que sirvieron de vehículo para que Goyo defendiera sus ideas con vehemencia y por derecho hoy están tomadas por aquellos que carecen de convicciones profundas o que las han sustituido por un tacticismo político traidor además de estúpido. Porque eso es exactamente lo que han hecho, y Rajoy a la cabeza, con el legado de Gregorio Ordóñez: traicionarlo de forma indigna y suicida. Sé que algún lector querrá desautorizar mi acusación achacándome un resentimiento inexistente. Si así fuera, ni siquiera habría saludado a alguno de los dirigentes del Partido Popular que ayer acudieron a Polloe y a los que considero culpables de haber dilapidado el mayor capital político de España: el honor del antiguo PP, que se forjó con la sangre de sus víctimas y la valentía de sus gentes, y que hoy malgastan bailando, brindando y comiendo pinchos –las tres cosas son literales– con los culpables de su muerte.

Pero no soy yo quien acusa a estos gestores de haber consumado la traición al legado de Goyo; es su propia familia la que lo hace por todos nosotros al decir estos días que Gregorio Ordóñez sentiría vergüenza ante la actitud de los actuales gestores de las siglas del PP. Soy yo, en cambio, el que me siento reconfortado por el coraje de la familia Ordóñez-Iríbar, que nos recuerda que no nos hemos vuelto locos y que seguimos siendo leales a los recuerdos de nuestra temprana juventud.

Porque esa ETA que a muchos robó la vida, a otros muchos nos robó la juventud. Tan literalmente cierta es esta afirmación que siempre he dicho que mi bautismo de fuego en política, con 18 años, fue el asesinato de Goyo; y su funeral y velatorio, por desgracia, los dos primeros actos políticos a los que asistí sobrecogido mientras escuchaba los vítores a España y los gritos de "¡torero!" al paso del féretro de Goyo. Aquel fue el impulso definitivo que a muchos nos llevó lejos en la determinación de jugarnos el todo por el todo en la defensa de España, con las servidumbres que eso suponía, como los doce años de escolta policial ininterrumpida que a mí me tocaron en suerte en la plenitud de mis años jóvenes.

Y si entonces nos enfrentamos a las balas, a las bombas y a la amenaza permanente con toda la dignidad de la que éramos capaces, si entonces no tuvimos miedo, ¿cómo íbamos ahora a tener miedo a denunciar la traición?, ¿cómo íbamos a dejarnos seducir por la comodidad del silencio?, ¿cómo íbamos a dejarnos conducir por la indignidad? Eso nunca estuvo en el guión de nuestras vidas. El silencio y la complicidad nunca fueron una opción para nosotros. Mariano no contaba con eso pero así son las cosas y, lo que es más importante, así seguirán siendo.

Y espero que por muchos años. Ayer me tomé la molestia de que me acompañasen a la ofrenda floral mis hijos. Es hora de que vayan sabiendo poco a poco cuáles son las cosas importantes de la vida y los nombres de las personas a las que les debemos el disfrute de una España unida por el momento y de las libertades que aún nos quedan. La lealtad, el honor, la gratitud, el respeto a los muertos, el amor a la Patria y el temor de Dios son valores que se transmiten desde en la infancia y mediante el ejemplo. Eso tratamos de hacer los que todavía creemos que hay tres o cuatro conceptos esenciales y trascendentes por los que merece la pena vivir y morir.

Y no es fácil mantenerse firme. Nunca lo fue. No lo fue para Goyo. Ni lo es hoy para nosotros. Ni lo será mañana para nuestros hijos. Los míos pudieron comprobarlo ayer una vez más. No sólo cuando les conté la ejemplar, trepidante y triste historia de Goyo, sino cuando abandonamos el camposanto de Polloe. Un individuo malencarado paró su coche junto a nosotros según caminábamos hacia los vehículos y sin bajarse del automovil me reprochó la muerte de su abuelo en la Guerra Civil de hace 79 años. No estuve simpático, la verdad, y seguimos caminando. En una maniobra brusca con la que casi nos atropella, volvió a colocarse en paralelo espetándome que me fuese a mi país. Todo delante de mis hijos. La niña acabó llorando, lo que me soliviantó muy por encima de lo conveniente. No le di al canalla el puñetazo que el Papa prometió a Gasbarri gracias al oportuno escolta de un concejal del PP que se interpuso, por suerte para el sujeto, y también para mí, que bastantes líos tiene la vida.

Nos fuimos con el disgusto. Pero mis hijos aprendieron ayer la lección de vida de un héroe español que entregó su más preciado tesoro. Y por desgracia también supieron que, aunque ahora no suenan las pistolas, el odio que mató a Goyo ha echado raíces profundas en nuestra tierra.

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