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Andrés Freire

El desafío coreano

Seymour Hersh, el más incisivo de los periodistas americanos en lo que atañe a asuntos de seguridad nacional, nos ha contado los entresijos de la crisis entre Corea del Norte y Estados Unidos. Hace unos meses, un informe alarmante de la CIA aterrizó en los más altos despachos de Washington. Corea del Norte, a pesar de las promesas realizadas a Clinton, proseguía con sus investigaciones nucleares. No sólo eso, sino que en 1997 alcanzó un acuerdo con Pakistán, por el cual cada país proporcionaba al otro la tecnología en la que se han especializado; los norcoreanos, el lanzamiento de misiles; los pakistaníes, el tratamiento de uranio.

La administración Bush, concentrada en Sadam Hussein, guardó para sí ese documento hasta mejor ocasión. Y ésta llegó con la visita a Corea del Norte de James Kelly, el subsecretario para asuntos asiáticos. Su misión era difícil. Tenía que hacer saber a los coreanos que Estados Unidos estaba al tanto de su renovado programa nuclear, y exigirles que lo detuvieran. No habría negociaciones ni concesiones ante Kim Jong-Il, un tirano al que George Bush, según ha confesado al periodista Bob Woodward, odia profundamente.

El análisis de la CIA previo a la reunión aseguraba que los coreanos recularían ante las exigencias de Kelly. O bien abandonarían su programa, a cambio, posteriormente, de mayores ayudas, o bien lo negarían todo. No fue así. Sorprendidos, incluso ofendidos, por los negociadores americanos, replicaron que era cierto, que estaban avanzando su programa nuclear. Y que tenían derecho a hacerlo.

Lo antedicho sucedía en el más estricto secreto. Nadie en Washington quería otra crisis en el momento en que el esfuerzo se concentraba en Irak. Sin embargo, los opositores a esta guerra dentro de la Administración (la Secretaría de Estado y la CIA), filtraron a la prensa lo ocurrido con la idea de dificultar, tal vez detener, la ofensiva en Oriente Medio.

Todo ello ha colocado al gobierno Bush en una difícil disyuntiva. Por un lado, su nueva doctrina de seguridad está basada en el ataque preventivo a quienes desarrollen armas de destrucción masiva. Si los Estados Unidos no responden al público desafío de un miembro del Eje del Mal, la doctrina perdería su credibilidad nada más nacer. Por el otro, Corea del Norte más que un país es una mezcla de campo de concentración y ejército. El Pentágono calcula que una guerra allí podría costar la vida a más de un millón de personas. Siempre que Corea del Norte no disponga ya de armas atómicas...

De momento, la Casa Blanca ha escogido la opción del apaciguamiento. Los envíos de petróleo y tecnología nuclear civil, acordados por Clinton en 1994, continúan. Los críticos aprovechan para echarle en cara a Bush el diferente trato que reciben Irak y Corea del Norte. Sin embargo, “no se dejen engañar”, le explica un anónimo alto cargo a Seymour Hersh. “Bush y Cheney quieren la cabeza de Kim Jong-Il. Y van a ir por ella después de Irak”.

Una cabeza de muy alto precio la de Kim Jong-Il. ¿Hay alguien dispuesto a pagarlo? Parece muy dudoso, hasta que nos viene a la memoria una frase de George Bush en la mencionada conversación con Bob Woodward (no la traducimos, perdería su gracia): “We will export death and violence to the four corners of the earth in defense of our great nation”. ¿Será verdad, o sólo un exceso retórico?

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