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Antonio Robles

Madrid es un caos

Demasiado tiempo creyéndonos el ombligo del mundo, en Cataluña hemos ido de sobrados, mirando por encima del hombro a la España tercermundista en la que todo nacionalista tiene necesidad de creer.

Madrid se retrasa, se para, se colapsa, Madrid se apaga. Es la capital del caos, una aldea de medio pelo tercermundista. No hay día en que los metros no se paren y sus obsoletas infraestructuras se desconchen. Sus redes no llegan a los barrios periféricos, sus autovías y autopistas se colapsan cada fin de semana, ya nadie confía en los desplazamientos aéreos; para colmo, la red eléctrica se desploma dejando empresas, restaurantes y oficinas fuera de servicio durante semanas.

¿Qué hubiera pasado si el caos de Barcelona hubiera sido en Madrid como describo más arriba? Pues algo así: "¿Hasta cuando tenemos que sufrir los catalanes esta afrenta? ¿Por qué nos hemos de resignar a vivir en África, pudiendo ser europeos? España es un mal negocio. Madrid, corte y villa de militares y curas, aristócratas y arrendatarios, todas gentes ociosas y rentistas. Cataluña ha de desengancharse de regiones enteras viviendo del paro y del cuento a costa del saqueo de la balanza fiscal catalana. El abuso histórico se hace tan insoportable que uno de nuestros mayores patriotas, Xirinacs, se acaba de quitar la vida para dejar de ser 'un esclavo en unos Països Catalans ocupados por España, Francia e Italia'."

Ante los reveses o catástrofes de ciudades o comunidades autónomas, el Estado reacciona ayudando; en cambio, la actitud del nacionalismo ante las desventuras o fracasos del proyecto español es la de largarse.

Demasiado tiempo creyéndonos el ombligo del mundo, en Cataluña hemos ido de sobrados, mirando por encima del hombro a la España tercermundista en la que todo nacionalista tiene necesidad de creer. No se han dado cuenta que hoy las Hurdes están en los túneles del barrio barcelonés del Carmelo y las fábricas y liceos de principios del siglo pasado en cualquier bosque de grúas de Madrid, Valencia o el desierto del Ejido.

Esta retahíla de estereotipos ya no se los cree casi nadie, ni siquiera quien aún los sigue utilizando en Cataluña. Alguna cosa buena tenía que tener el caos que estamos viviendo en Barcelona. Es el primer fracaso real del nacionalismo. Suele pasar: toda mentira colectiva convertida en realidad virtual acaba por desmoronarse ante la realidad a secas. Y como no hay mejor cuña que la de la misma madera, han debido ser los números del presidente de Endesa, Manuel Pizarro, quien, en comparecencia en el Parlament de Cataluña el pasado 13 de agosto, desmintiera con sus cifras el constante victimismo del nacionalismo empeñado en acusar al Estado de expoliar la economía de Cataluña: FECSA-Endesa realizó en Cataluña el 40% de sus inversiones, la mayor del Estado, a pesar de que los beneficios dejados han sido del 22%.

Son ya demasiados años perdidos en la obsesión nacional, demasiadas energías políticas concentradas en cuestiones menores como la identidad y la lengua. Tanto autismo nacionalista nos ha impedido centrarnos en los problemas reales de cualquier sociedad: el paro, la vivienda, la sanidad, la educación, los transportes, la seguridad, las infraestructuras, etc. Y ahora, después de 27 años de abuso, el exceso comienza a pasar factura. Mientras Barcelona dilapida su fama de ciudad productiva, europea, cosmopolita, abierta, tan costosamente construida durante más de un siglo y medio, Madrid se abre al mundo, construye kilómetros de metro para unir la capital con el cinturón rojo, crea y descentraliza hospitales, proyecta peatonalizar todo el centro o sotierra la M-30 bajo el río, recupera la Ribera del Manzanares, construye tres veces más pisos de protección oficial que en Cataluña y se convierte, más que nunca, en el rompeolas de todos los exiliados de España.

El problema no es de los catalanes, sino del nacionalismo. De cualquier nacionalismo. Sirva para demostrarlo una anécdota: En el artículo de hace dos semanas: Vinos de Arribes del Duero, donde trataba de reivindicar viñedos, paisajes y formas de vida de una región muy empobrecida, recibí varios correos indignados por situar a la tal región de los Arribes en el "extremo oeste de la meseta castellana". A los leonesistas les ha parecido una afrenta a su identidad. Era todo lo que les preocupó del artículo. Mientras, el problema vital y real de esta región no les mereció ni un solo comentario.

Esta obcecación por las señas de identidad y el ombligo lleva al nacionalismo a crear problemas donde no los hay y a dejar de resolver los que merecerían atención. Si en vez de abrir embajadas en el extranjero, dedicaran ese dinero a liberar peajes en las autopistas, o si en vez de repartir cientos de millones públicos a asociaciones independentistas en Baleares, Valencia, el Alguer o Québec, los dedicaran a revisar las infraestructuras eléctricas tendrían para bien poco, pero al menos su atención estaría centrada en los problemas reales.

Barcelona y Cataluña han de aprender de los hechos. Durante décadas una y otra han estado a la cabeza del bienestar en España. Su declive ha comenzado con los nacionalistas. Rectificar es de sabios.

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