Recuerdo que, hace algunos años, estuve estudiando colaborar en un proyecto de voluntariado para crear alternativas de ocio nocturno al alcohol. La idea que propuse, entonces novedosa, consistía en la creación de una pequeña red de ordenadores que permitiera a los jóvenes de mi ciudad jugar entre sí o conectarse a Internet. El proyecto no salió adelante, pero el sector privado no tardó mucho en tener la misma idea. Y con gran éxito, cabría añadir.
Por eso, en estos tiempos de preocupación por los botellones, sorprende a cualquiera la patética excusa alegada por algunas comunidades autónomas para cerrar cibercafés. Sin embargo, refleja un problema de creciente importancia en nuestra legislación. Porque en un cibercafé se hacen muchas más cosas aparte de jugar, al igual que en los discos compactos vírgenes se graban muchas más cosas además de música. ¿O es que acaso sería lógico que en el Reino Unido tuvieran que pagar el canon de la BBC por cada ordenador vendido con tarjeta de televisión incluida?
En el mundo de la informática y las redes, toda la información posee la misma naturaleza; una canción, un libro, un vídeo o un programa está compuesto por bits. Y ningún soporte ni medio de transmisión digital se utiliza en exclusiva para un solo tipo de datos. Nuestros torpes políticos siguen utilizando herramientas legislativas de antes de la era de la información para intentar regularnos la vida digital. Por supuesto, no pueden captar una realidad tan diversa con unas fajas tan estrechas. Ni podrán, a no ser que arbitren que en Internet y sus ordenadores, todo queda prohibido hasta nueva orden. O que se olviden de ella. O que, por fin, dicten leyes algo más abstractas y generales. Pero me da en la nariz que estamos más cerca de lo primero.
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