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EDITORIAL

Ni Estado ni Derecho

Tenemos un Estado prácticamente ilimitado pero incapaz de cumplir con sus obligaciones elementales, la primera de las cuales es hacer Justicia.

La excarcelación de violadores y asesinos contumaces al socaire del fallo de Estrasburgo sobre la doctrina Parot es el último jalón de una cadena de resoluciones judiciales que han convertido a nuestro Estado de Derecho en una mera entelequia. Al escándalo que supone la puesta en libertad anticipada de unos criminales culpables de atroces delitos, se une la angustia colectiva desatada en los lugares donde han fijado su residencia puesto que, como la psiquiatría forense ha demostrado con creces, se trata de individuos irrecuperables que tarde o temprano volverán a cometer actos similares.

Tenemos un Estado gigantesco, con miles de organismos dedicados a cercenar la libertad del individuo y a inmiscuirse en las esferas más privadas de la sociedad, que no sólo no solucionan los problemas de los ciudadanos sino que justamente los suelen agravar con su actividad coactiva. Junto a este enorme conglomerado de órganos y funcionarios dedicados a las actividades más peregrinas, en España padecemos además la existencia de un delirante sistema autonómico que multiplica por diecisiete la administración pública agravando los efectos de la crisis económica. Para mantener semejante aparataje institucional, los ciudadanos vemos cómo los poderes públicos esquilman nuestra escasa riqueza con una presión fiscal abusiva que no deja de incrementarse, porque la casta política ha decidido que su existencia al amparo del presupuesto público es más importante que la supervivencia de las empresas y familias. Pues bien, ese mismo Estado omnipresente, que se incauta la mitad de la riqueza de la nación, es incapaz garantizar la seguridad de los ciudadanos que lo financian, la función más primordial que justifica su existencia.

Pero no debemos engañarnos. La suelta en masa de estos violadores, pedófilos y asesinos no es más que la cortina de humo para oscurecer la liberación de criminales terroristas en cumplimiento de los acuerdos a los que el gobierno anterior llegó con la ETA. Ni el fallo de Estrasburgo obligaba a la suelta inmediata de la reata de canallas terroristas a que estamos asistiendo –excepto a la asesina Inés del Río, y tampoco necesariamente-, ni mucho menos implica la excarcelación de otros presos por delitos comunes como los que recientemente han sido puestos en libertad.

El Gobierno de Rajoy es el principal responsable de estas decisiones, inéditas en cualquier democracia, en virtud de las cuales el Estado privilegia a los delincuentes a despecho de los intereses legítimos de la sociedad. La Fiscalía, órgano dependiente del poder ejecutivo, está brillando también por su ausencia en todo este proceso, al parecer más ocupada en defender a los miembros de la clase política y altas instituciones para que no sean imputados en los casos de corrupción en los que aparecen involucrados, que en agotar todas las posibilidades para que los peores criminales permanezcan en la cárcel hasta el último día de sus condenas.

El panorama conjunto que dibujan todos estos hechos concatenados es el de un Estado prácticamente ilimitado pero incapaz de cumplir con sus obligaciones elementales, la primera de las cuales es hacer Justicia garantizando la seguridad de todos los ciudadanos. Si España estuviera situada en otras latitudes nuestro país estaría considerado, con todo derecho, como un Estado fallido.

En España

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