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Eva Miquel Subías

El poder de una idea

Lincoln debe recurrir al soborno y a la compra de votos para asegurarse la victoria y conseguir el tan glorioso propósito de acabar con la esclavitud.

"Podría hacer mis sermones mucho más cortos –apuntaba el párroco–, pero lo cierto es que una vez que empiezo, me da mucha pereza detenerme".

Esta es una de las numerosas anécdotas que Lincoln nos cuenta en el largometraje de Spielberg. El retrato que el reconocido director hace del decimosexto presidente de los Estados Unidos y una de las figuras más carismáticas del partido republicano, es, sin lugar a dudas, de lo más interesante. En primer lugar, por el atractivo que genera el personaje en sí y en segundo lugar, por lo que significó su actuación y su empeño de abolir la esclavitud en el contexto de la Guerra de Secesión, a través de la modificación de la decimotercera enmienda.

La película narra todo el proceso de consecución de los votos suficientes para que tal enmienda pueda prosperar. Para ello, debe recurrir al soborno y a la compra de votos para asegurarse la victoria y conseguir el tan glorioso propósito de acabar con la esclavitud, que para entonces, en la segunda mitad del siglo XIX, seguía siendo legal en estados como Kentucky, Delaware, Misuri, Maryland y Nueva Jersey.

Un viejo amigo solía decir, no sin cierta maldad, al respecto de un altísimo representante político de nuestro país: verás, no es que sea un gran estadista, pero las tres ideas que tiene, las tiene meridianamente claras y no cejará en su empeño de llevarlas a cabo.

Salvando las enormes distancias, me acordé de aquella descripción al ver a un magnífico Daniel Day Lewis metido en el papel de Abraham Lincoln hasta las mismas entrañas.

Inciso. Me enamoré –cinematográficamente hablando– hace mucho de Lewis, pero me conquistó para siempre –lo confieso– en La edad de la inocencia. Ahora bien, lo de esta interpretación pertenece ya a otra dimensión.

El asunto es que más allá de las críticas veladas que se hace al personaje, algo charlatán, con un punto populista, pero cuyo sentido de la Justicia es del todo admirable, merece la pena la reflexión que hilvana toda la historia. Y es, ni más ni menos, si realmente un propósito justo compensa la práctica de medidas poco recomendables.

Spielberg nos deja clara la postura de su protagonista, siendo él mismo el que guía por esa senda a su Secretario de Estado, envalentonado quizás por una mujer –inmensa y maravillosa Sally Field– motivada como ninguna para la consecución de tal objetivo.

20 votos son los que le hacen falta a Lincoln para lograr la aprobación de la Enmienda. Y un dilema el que se plantea. Aprobarla antes o después de la Guerra Civil, en la que mueren día a día miles de soldados norteamericanos, a pesar de estar a punto de tocar ésta a su fin.

El presidente no lo duda. Lo instiga, de hecho. Cree firmemente en su idea, en su intención, en la bondad y el carácter justo de la misma. Así que prefiere sobornar uno por uno a los congresistas para lograrlo. Un juego político y un proceso de negociación digno de cualquier sesión en una escuela de negocios.

De hecho, es Tommy Lee Jones –otro de los grandes que borda el papel–, quien lo resume magistralmente en una de las escenas más emblemáticas en el momento en el que Thaddeus Stevens, el republicano abolicionista a quien da vida, llega a casa, se desprende de su peluca, abraza a su mujer –negra– y le espeta: "La ley más importante de la historia de los Estados Unidos se ha aprobado a través de un proceso corrupto orquestado por el hombre más puro y honrado del planeta".

Ustedes mismos. Ahí lo tienen. ¿Justifica el fin los medios? La eterna cuestión. 

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