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Gina Montaner

Lo que comemos cuando comemos

Michael Pollan nos aconseja que huyamos de la dieta norteamericana que los sucesivos gobiernos de este país han promovido por medio de una engañosa pirámide alimenticia, y abracemos el modo de comer de la Europa mediterránea.

"Coma comida. No coma demasiado. Sobre todo coma plantas". Así comienza el libro In defense of food (Penguin), del periodista Michel Pollan. Para entendernos, el propio autor, colaborador habitual del New York Times, aclara que se trata de un manifiesto a favor de la buena mesa y el buen yantar. Algo que se ha perdido en los Estados Unidos, tal vez porque nunca lo hubo desde la fundación de esta nación, con la llegada de los puritanos europeos.

Pollan, que se declara ferviente defensor del medioambiente y los productos de la tierra frente a los alimentos procesados que se presentan en los hipermercados envasados, plantea una tesis bastante simple y, sin embargo, muy necesaria en un país donde la obesidad es rampante y las enfermedades crónicas que conlleva la gordura comienzan a hacer mella en la población y en los gastos médicos que generan. La lectura de este libro bien escrito y ameno me sirvió para reforzar la aprensión que siento en las grandes superficies y muchos restaurantes que malamente ocultan la ausencia de género de mercado en sus cocinas.

Varias cosas subraya Pollan y merece la pena compartirlas: hay que huir de la dictadura de la ciencia nutricionista: es decir, evaluar lo que nos llevamos a la boca por su contenido en grasas, fibra, sodio o colesterol. Se trata de una perversión que nos aleja del valor nutritivo intrínseco que tienen las verduras, las carnes o las frutas. De este modo, pasearse en un colmado revisando obsesivamente las etiquetas de los botes nos alejan de los productos que verdaderamente necesitamos y que, como bien apunta el autor, nunca están en los pasillos, sino en la periferia del establecimiento: allí encontraremos la materia prima para llenar el carrito: huevos, productos lácteos, carnes, pescados, frutas y verduras. Cuando nos adentramos en el laberinto de las hileras ingresamos en el mundo de los glorificados cereales, las latas y comidas preparadas. Un universo plastificado con preservativos que garantizan perdurabilidad. Pero, advierte Pollan, paradójicamente, debemos desconfiar de lo que no se pudre. Digamos que la industria alimentaria ha hecho su propio pacto con el diablo y pretende vendernos productos que, como Dorian Gray, nunca envejecen en sus envoltorios.

Podría afirmarse que los norteamericanos son afortunados porque viven en una abundancia que se refleja en la cantidad de comida disponible, barata y servida en porciones elefantiásicas. Pero esta prosperidad se ha convertido en una suerte de maldición que se manifiesta en cuerpos desbordados desde la infancia.

Michael Pollan nos aconseja que huyamos de la dieta norteamericana que los sucesivos gobiernos de este país han promovido por medio de una engañosa pirámide alimenticia, y abracemos el modo de comer de la Europa mediterránea. Pero para disfrutar de un almuerzo o una cena como lo hacen los españoles, los italianos o los franceses hay que recuperar la costumbre de sentarse a la mesa para disfrutar de manjares reconocibles y desterrar la noción de que se trata de un trámite de supervivencia diaria en las oficinas. Muchos americanos se preguntan: "¿Cómo es posible que los franceses sean más delgados si comen pan y sabrosos guisos?". La respuesta es sencilla: caminan, no son adictos a los snacks, suelen compartir y conversar en comidas donde no falta una saludable copa de vino, degustan porciones pequeñas y rara vez repiten. Pollan lo define como la cultura de la comida, mientras que en los Estados Unidos impera el viejo prejuicio calvinista de que sólo los extranjeros decadentes perciben las comidas como una experiencia sensual y estética.

Hoy en día alimentarse bien en los Estados Unidos cuesta caro porque hay que recurrir a mercados especializados, productos orgánicos o a selectas cooperativas de granjeros. Y la primera regla, de acuerdo a las sugerencias del libro, es no confundir calidad con cantidad. Hay verdades que levantan ampollas y Pollan las dice sin rodeos: lamentablemente no todos los americanos pueden permitirse una dieta saludable, pero aquellos que lo logran deben hacerlo por su bien y el de sus familias.

Cada vez me gustan menos los inmensos supermercados atiborrados de cajas de colores y contenedores tamaño gigante, pero cuando hago la incursión semanal a estos templos que son la antítesis de la carnicería, la frutería y la verdulería de toda la vida, procuro no olvidar el mantra de Michael Pollan: "Coma comida. No coma demasiado. Sobre todo coma plantas". Eso mismo me habrían dicho mis abuelas.

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