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José María Marco

Populismos

La crisis ha puesto en manos de los Gobiernos cantidades ingentes de dinero que probablemente van a ser utilizadas con escasa transparencia y en detrimento del control democrático y de la toma de decisiones de la opinión pública.

Hace muy pocos días me preguntaron si yo pensaba que había posibilidad de lanzar un nuevo partido político. Respondí que no, pensando que tal vez sí. Me explico.

El "no" procedió de la sospecha de que se me estaba invitando a participar en la aventura. Sospecha injustificada, dado mi interlocutor, pero irreprimible desde mi breve, y ya antiguo intento de paso por la política. El sí con reparos procede de la observación de la realidad española. A los dos grandes partidos se han sumado otros dos, Ciudadanos y UPyD. Parecen bastantes, y probablemente lo son. Pero tal vez hubiera espacio para uno nuevo que planteara con claridad ante la opinión pública algunos de los asuntos que cada vez más la mueven... y la indignan: el nauseabundo derroche de dinero público practicado en todas las administraciones; el aumento de impuestos y la falta de voluntad de reformar y flexibilizar la economía, que castiga a los autónomos, a los emprendedores, a la gente con ganas de trabajar; la consolidación de una casta política ajena o contraria a los mínimos principios democráticos; la falta de independencia del poder judicial y la farsa en que se ha convertido el legislativo; la asfixia provocada por lo políticamente correcto y el designio totalitario de las minorías; la inmigración y sus consecuencias... Todo eso sin contar con la cuestión nacional.

Como estamos abocados a una crisis económica de larga duración, si no a una recesión a la japonesa, es probable que todos estos problemas se vayan agudizando con el paso del tiempo. Si es así, cada vez resultará más verosímil la aparición de un partido político que vea en ese descontento una oportunidad. Siguiendo las costumbres de los bienpensantes, sería calificado automáticamente de extrema derecha. No tendría por qué serlo, como no lo han sido otros partidos aparecidos con motivos similares en algunos países europeos. Les ha caracterizado algo que no gusta a las elites pero que está en la base de buena parte de los movimientos de renovación democrática: el populismo, que se proclama ajeno a las clasificaciones políticas tradicionales en izquierda y derecha y hace de la anti política un motivo de movilización. Ahora que la política, con mayúscula, vuelve por sus fueros, como andan proclamando los socialistas y su correligionario Sarkozy, el populismo tiene mucho más campo que antes. Bien es verdad que en ocasiones el populismo sólo sirve para suscitar una reacción del establishment, como ocurrió con Le Pen cuando contribuyó a apuntalar la mayoría inmovilista de Chirac en 2002.

El populismo, por otra parte, no es monopolio de un futuro partido político ahora inexistente. La crisis financiera ha puesto en manos de los Gobiernos occidentales cantidades ingentes de dinero que probablemente van a ser utilizadas con escasa transparencia y en detrimento del control democrático y de los mecanismos de toma de decisiones respetuosos con la opinión pública. Al gigantismo del Estado moderno, no del todo corregido tras la caída del Muro de Berlín, se suma este nuevo poder, que dejará rastro. Ha sido jaleado desde la izquierda en nombre de una retórica anticapitalista, pero en buena medida –y así se ha comprobado en los apoyos recibidos– se ha presentado como una necesidad, algo que estaba más allá de las posiciones políticas y por supuesto de las ideologías. La coartada postideológica no es propia del populismo, pero abre la puerta a la tentación de apelar al votante sin molestarse en pasar por los elementos que conforman la racionalidad política. Barack Obama, excelente representante de la actitud postideológica que arrasa en el electorado norteamericano, encarna bien un populismo que explota la frustración y la sensación de derrota de la opinión pública del otro lado del Atlántico. Claro que allí la larga tradición democrática neutraliza, en parte, los posibles riesgos.

Un país como España está particularmente mal preparado para hacer frente a una nueva ola intervencionista que puede desembocar en síndrome agudo de populismo en cualquier momento. La escasa conciencia de participar en una comunidad nacional, la falta de tradición democrática y la nula capacidad de la opinión pública española para relacionar libertad con prosperidad convierten a nuestro país en un campo ideal para experimentar con un populismo particular, disfrazado de respeto al sistema e incluso de moderación. Tal vez sea necesario algo del primero para poner coto a este segundo.

En España

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