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Pablo Molina

Bush, como los Rolling Stones

lo que no puede negar ni siquiera un actor español, es que Bush recibe el cariño y el respeto de los pueblos que han estado oprimidos, precisamente porque saben lo que es vivir privados de libertad

Ciento cincuenta mil. No, no hablamos de los millones de pesetas expoliados de las arcas públicas durante el felipismo, o del número de trabajadores que anualmente pasaron a engrosar las listas del paro mientras se mantuvo en el poder. Ni siquiera de los agravios que la caballera andanta le lleva propinados a la lengua de Cervantes —el que iba a un spa de Argel a disfrutar de la rica cultura árabe, según explicó ella misma en una ocasión—. No. Se trata del número de personas que acudieron a la Plaza de la Libertad de la capital de la República de Georgia para escuchar a Bush, mostrarle su cariño, hacerle bailar con ellas y demostrar de paso que aún quedan sitios a salvo de la polución progre-informativa que asola la parte occidental del continente.
 
Georgia es una pequeña república, de unos cinco millones de habitantes, desgajada de la Unión Soviética tras su desplome y situada a la orilla del Mar Negro. Es, además, la tierra que tuvo la desgracia de ver nacer a Stalin, lo que no privó a la región de sufrir el azote sistemático de este criminal con la misma ferocidad que las repúblicas vecinas. Quizás sea este el motivo por el que Churchill solía referirse a esa zona como “La Riviera del Infierno”.
 
Después de la demolición de la Unión Soviética, Georgia aún hubo de padecer una década larga de comunismo difuso, de la mano de Shevarnadze, ex-ministro de exteriores soviético, obligado a huir del país a uña de avión tras unas elecciones amañadas de forma tan grosera, que hasta los observadores de la Unión Europea, tan escasamente sensibles a las sutilezas democráticas cuando se trata de países comunistas, no tuvieron más remedio que certificar las “espectaculares irregularidades” cometidas en el proceso. A este nuevo paso en la senda de la libertad se le conoció como “la revolución de las rosas”.
 
Esta semana, el presidente norteamericano ha visitado la capital georgiana, Tbilisi, durante su gira por Europa del Este y allí, en la Plaza de la Libertad y rodeado por decenas de miles de personas que lo ovacionaban –el presidente georgiano, Mikhail Saakashvili afirma que ésta ha sido la mayor concentración del país desde que obtuvo la independencia–,  Bush rindió homenaje a los georgianos y a su “coraje, que está inspirando a los que apuestan por reformas democráticas y enviando un mensaje que resuena en todo el mundo: La libertad será el futuro de toda nación y todo pueblo en la Tierra”.
 
Allí, en la plaza que antes se llamaba “de Lenin”, Bush reafirmó el compromiso de los EEUU con la causa de la libertad en todo el mundo, por encima de las zancadillas burocráticas de la ONU o la UE, cuya máxima preocupación sigue siendo salvaguardar los intereses de sus clases dirigentes en el corto plazo, aunque para camuflar su evidente declive intenten hacer pasar su antiamericanismo como una exigencia imperativa de la legalidad internacional, concepto jurídico-político, por cierto, que a estas alturas de la Historia sigue pendiente de acotación.
 
Puede que Bush no sea un titán del pensamiento comolo que esZP. Puede, también, que sus reformas domésticas no tengan el éxito esperado o que los procesos democráticos de Irak, Afganistán y el resto de la zona vayan más lentos de lo que se suponía. Pero lo que no puede negar ni siquiera un actor español, es que Bush recibe el cariño y el respeto de los pueblos que han estado oprimidos, precisamente porque saben lo que es vivir privados de libertad. Zapatero, en cambio, prefiere a los canallas que lo tiranizan, como  Castro y Chávez. He ahí la diferencia. Y a nosotros nos toca contarlo. Sin complejos.

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