Parecía inmortal. Longeva por su genética familiar. Su madre, la reina Mary, falleció a los ciento dos años. Ella, Isabel II, se ha ido a los noventa y seis. Con una fortaleza admirable; con un sentido de sus deberes de Estado impecable: en vísperas de su muerte, ante la inestable situación política de Gran Bretaña, recibió en audiencia privada primero al Primer Ministro saliente, y después a la sucesora de éste en Downing Street 10. Se vio ya a la Soberana con su salud muy preocupante: delgada, con su menuda estatura encogida. Pero cumplió con lo que institucionalmente la obligaba. Reina hasta el fin de sus días.
El castillo o palacio de Balmoral, ha sido para la difunta monarca algo así como su verdadero hogar, aunque en él sólo permaneciera unos meses o semanas anuales, en verano y en alguna otra estación. Lo prefería al Palacio de Buckingham, su residencia oficial londinense. Se construyó en 1390 por decisión de un noble escocés, William Drummond. Adquirido en 1852 por el príncipe Alberto, como regalo a su prometida, la futura y legendaria reina Victoria, se convertiría en residencia real veraniega. Donde nació, por cierto, Victoria Eugenia de Battenberg, futura Reina de España al casarse con Alfonso XII.
Balmoral era para Isabel II el lugar donde poder dar rienda a sus aficiones: montar a caballo, cazar, pasear entre sus frondosos bosques, y aun en contacto siempre con los asuntos cortesanos y oficiales del Gobierno, podía descansar con su familia, su marido, hijos y nietos. Y hasta participaba en faenas propias de un ama de casa. El Primer Ministro Tony Blair, invitado allí con su esposa un fin de semana, contaba que la sorprendió un día fregando platos tras una comida campestre en la que el Duque de Edimburgo se encargó de freír salchichas.
Nació Isabel II por cesárea el 21 de abril de 1926 en un piso de Burton Street, barrio londinense de Mayfair. A nadie entonces de la Corte británica se le ocurrió pensar que podía ser Reina. Pero la Historia nos depara a veces singulares episodios que alteran lo que pueda ser norma y tradición. Así sucedería cuando su tío Eduardo VIII, proclamado monarca de Inglaterra, renunció al trono porque se había enamorado de una dama norteamericana, divorciada: Wallis Simpson. Ello supuso que un hermano de Eduardo fuera coronado como Jorge VI. Padre de Isabel, que entonces contaba sólo once años. Ya casada, de viaje con su flamante esposo en Kenia, fue urgentemente informada de que su progenitor había fallecido. Instantáneamente, según la tradición monárquica en Gran Bretaña, ella llegaba a ser Isabel II. Fue el 6 de febrero de 1952 cuando asumió todos los poderes regios.
Se había casado en la abadía de Westminster el 20 de noviembre de 1947 con el teniente de navío Felipe Mountbatten, hijo del príncipe Andrés de Grecia, al que conocía desde que contaba trece años. Fue un amor prolongado, un largo noviazgo felizmente culminado en matrimonio. No se le conocieron a Lilibeth, como siempre fue llamada en su entorno familiar, otra relación sentimental. Y de esa unión nacieron sus hijos: Carlos, Ana, Andrés y Eduardo. Los años que siguieron a su matrimonio fueron para la pareja, a la vista de los demás, un matrimonio sin fisuras, lo que acabó siendo muy diferente. Porque el príncipe consorte de Edimburgo, aparentemente acostumbrado a cumplir con su papel, sin rechistar a la Reina cuando había de acompañarla en actos y viajes institucionales, tenía una doble vida, lo que tardó en saberse a la opinión pública, no así a Isabel II, que pronto pudo enterarse de que su marido la engañaba con otras mujeres: era un incorregible donjuán, de lo que no abdicó nunca, hasta que murió el 9 de abril de 2021 a los noventa y nueve años, tras setenta y cuatro de unión conyugal, aunque hacía tiempo que sus divergencias existían, durmiendo en camas separadas. A pesar de todo, Isabel II estuvo siempre firme, sin dar señal alguna de la infidelidades de su esposo, aparentemente perdonándolo y diciendo que él era su sostén. Al morir, Isabel II no disimuló el dolor que la embargaba.
Isabel hubo de aceptar el reto que el destino le había deparado. A los veintisiete años que contaba al empezar a reinar, sin soñar jamás con serlo, hubo de aprender tan duro oficio. Estaba muy unida a su hermana Margarita. Nunca olvidó cuando al terminar la II Guerra Mundial en 1945 pasearon por las calles de Londres, algo disfrazadas para no ser reconocidas. Con miedo, mas para palpar cuál era el estado del país, la reacción de sus compatriotas que tanto sufrieron bajo las bombas de la aviación hitleriana. Margarita sería siempre su apoyo cuando Isabel fue Reina. Pero esas relaciones fraternales se enfriaron cuando aquella le hizo partícipe de que estaba enamorada de un hombre casado. Isabel se opuso a aquel noviazgo, le prohibió boda alguna y cuando Margarita dejó al ser que amaba terminó siendo una amargada divorciada en su posterior unión con un fotógrafo. A Isabel le dolerían siempre aquellas disensiones con su hermana.
No vamos aquí a resaltar la función que como Reina de Gran Bretaña ha ejercido. Querida en general por toda la población inglesa, incluso en periodos difíciles con sus hijos, protagonistas de divorcios y algún otro escándalo. Le salpicaron, claro está. Como ha sucedido con su nieto nieto Harry tras casarse con una actriz, Meghan Markle, que le produjo otra decepción. Pero ella no perdió jamás los nervios, salvo cuando murió dramáticamente Lady Di, ya separada del príncipe Carlos. Nunca perdonó al Primer Ministro, Tony Blair, que la instara a dejar sus días de descanso en el palacio de Balmoral para regresar a Londres y manifestar sus condolencias no sólo a la familia de la fallecida princesa, sino a unirse al dolor de su pueblo ante la desaparición de Diana, tan idolatrada.
El pueblo británico, algo decepcionado con su Reina al principio, acabó personando aquel desdén mostrado tras el fatídico accidente de su ex-nuera. Y en adelante, Isabel II se sintió arropada por sus conciudadanos. Sus annus horribilis que empezaron con aquel luctuoso suceso, continuaron otros con más divorcios en la familia: los de Ana y Andrés. Este último le ocasionó ya en fechas recientes un terrible desencanto, siendo su favorito, al ser acusado en Estados Unidos por haber violado a una menor. Tras un largo contencioso que hubiera podido llevar a la cárcel al príncipe, se resolvió porque la víctima fue indemnizada con una elevada cantidad de dinero, procedente desde luego del patrimonio privado de la Reina.
Isabel II nunca se llevó del todo bien con su hijo Carlos. Pero era el heredero. No debía descalificarlo jamás. Cuando fue enterada de su noviazgo con Diana, tardó mucho junto a su marido en aprobar ese enlace. Estaba ya al cabo de la calle de las andanzas del príncipe orejudo con una dama casada llamada Camilla Parker Bowles. Tampoco ésta por esa circunstancia matrimonial creía Isabel II que era la adecuada para casarse con Carlos. Pero a pesar de cuantas dificultades ha tenido que sobrellevar en la vida oficial y privada, al final Isabel II ha transigido en muchas cosas. Una de ellas, aceptar lo evidente: que Camila era el amor que siempre deseó el heredero y que casarse con Diana fue un gran error. Hace poco más de tres meses, Isabel II delegó en Carlos para presidir la apertura del Parlamento británico. Ya atravesaba un problema de movilidad, con la salud quebrajada paso a paso. Pero asistió, gozosa, a las fiestas de su jubileo, en junio, al cumplirse las siete décadas en el trono de Gran Bretaña, las de platino. Y dejó públicamente sentado que a su muerte la heredaría Carlos. Y Camilla, como Reina consorte.
En un segundo capítulo ahondaremos en otros detalles sobre la Reina fallecida y el futuro que la Corte británica aborda con Carlos como sucesor.