
Madrid sigue amaneciendo cubierta. No de nieve, ni de esa lluvia melancólica que arrastra paraguas como cuerpos vencidos. Lo que se cierne sobre la ciudad es una borrasca emocional con nombre propio. Aunque esto no lo predicen ni los del tiempo.
Desde hace unos días, las aceras de Velázquez brillan como si alguien hubiese llorado con elegancia sobre ellas. En Ortega y Gasset, los escaparates resisten el chaparrón con sus nuevas colecciones preotoño: mucha gabardina oversize, algo de tweed reinterpretado, y ese intento desesperado del lujo por aguantar la tormenta económica sin perder glamour.
Martinho apareció como todos los fenómenos extraños. Sin avisar, sin billete de vuelta y con la arrogancia súbita de quien sabe que va a quedarse un rato. Desde entonces, ha llovido en mí. A veces suave. A veces torrencial. Pero siempre ha llovido con sentido.
Una se acostumbra al sol del cinismo y a las temperaturas templadas del desapego. Hasta que llega el vendaval que escribe artículos, el relámpago que ilumina el rincón exacto del alma en el que ya parecía que no había sitio para más gotas.
Y, en medio de todo esto, los paraguas. Esos artefactos frágiles que uno olvida en taxis, presta con ingenuidad o roba con cierta ternura. Hay paraguas que cambian de manos como los afectos en las terrazas de la Castellana. Discretamente, entre copa y copa. Algunos se pierden, otros se abandonan. Están los que uno guarda sin querer devolver, porque fueron prestados justo antes de una tormenta muy concreta. Como ciertas promesas no verbalizadas.
Y más trágico aún que el olvido de un paraguas en casa es no saber con qué gabardina enfrentarse a según qué lluvias. Las hay de Burberry, de Zara, de esas vintage que una encuentra en el Rastro y se apropia por capricho estilístico o sentimental. Las más peligrosas son las invisibles. Esas que creemos vestir con estilo y solo esconden el miedo a calarse hasta los huesos.
Aunque lo peor —y esto lo firma mi yo frívolo y espiritual a partes iguales— es pretender salir a una tormenta emocional calzada con las nuevas sandalias casi invisibles de Balenciaga. Cuestan 700 euros, prometen sofisticación etérea, pero no tapan nada. Como ciertas palabras. Como ciertos silencios. Como algunas personas.
Esta podría ser la crónica de una tormenta con trinchera color camel. O caqui. O una crónica del arte de no llevar paraguas por estética, por inconsciencia o por pura fe en el cielo. Lo que la lluvia se llevó. Llamémoslo como queramos, porque esto no es un parte meteorológico. Es una declaración emocional con probabilidad de moda, ironía y viento del sur. O del alma.
No sé si este domingo habrá sol en alguna parte del planeta. Pero sí sé que cumple años el ciclón que me devolvió la gracia de escribir desde otra perspectiva. A veces la que duele, otras la que vibra; también la que se esconde tras las metáforas. Y sí. Este artículo es un regalo. Porque tener un Martinho que te revuelve la tinta, el alma y los ríos no es un castigo. Es una suerte que se disfraza de tormenta. Con botas, alma encharcada y, por supuesto, sin paraguas.