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Amando de Miguel

La greguería

No me refiero al género literario inventado por el Ramón Gómez de la Serna, una especie de aforismo paradójico y humorístico. Apelo al sentido literal de la greguería como griterío confuso y zafio. El tono del lenguaje oral que da prestancia en España ─y a mí me encocora─ es el de hablar a gritos. Obsérvese en un mitin político, en una transmisión deportiva, en la tertulia que sigue en la radio o la tele. Quien más eleva la voz, más razón parece tener, más prestigio acumula.

Soy un fiel seguidor de la radio. Algunas veces hago este experimento. Deslizo el dial con diligencia y asalto los diferentes programas que se están emitiendo. No falla. Predominan los de más éxito, musicales o deportivos. Pues bien, enseguida se nota su sello: los locutores o como se llamen vociferan más que hablan. Razón primera para que no me interesen. Los gritos son aullidos cuando se describe un gol de un partido de fútbol.

No es una cuestión exclusiva del medio radiofónico o televisivo. En una junta de vecinos, una tertulia de amigos o en otras muchas ocasiones en las que se juntan varias personas para platicar, quien más vocifera es el líder. Lo exasperante es cuando dos o más personas pugnan por relinchar al mismo tiempo. Se entiende que, quien más alce la voz, más razón tiene.

Utilizo mucho la línea 3 de metro en Madrid. Su estación terminal es Moncloa. Al llegar a ese destino atruenan los altavoces: "¡Este tren no admite viajeros!". El tono de la orden prohibitiva más bien parece el de un campo de concentración, por lo arisco y ensordecedor. Lo comparo mentalmente con el suave aviso del tren lanzadera en el aeropuerto de Atlanta: "Train is departing" (= el tren empieza rodar). Es casi un susurro, una amable observación.

En los correos del Facebook y equivalentes se presenta el problema de que por escrito no hay tono de voz. Eso lo remedian enseguida mis compatriotas vocingleros. Acuden a los repetidos signos de admiración (!!!), a la insistencia de sonidos onomatopéyicos (ja, ja, ja), a colocar todas las letras de una palabra o una frase con mayúsculas. La convención es que, de esa forma, parece que gritan al escribir. Es decir, así nos convencen, expresan cariño o por lo menos se explayan. Es algo que me pone nervioso.

Entiendo la necesidad de gritar en ocasiones. Pero no puede ser que sea tan continua. Sobre todo si al mismo tiempo la sienten diferentes interlocutores. No me cabe en la cabeza el caso usual del autobús o del AVE en el que alguien decide contar por teléfono sus cuitas amorosas, sus problemas familiares o sus negocios mercantiles. Lo hace de tal modo que los viajeros a su alrededor se enteran perfectamente de los detalles del diálogo, al menos por la parte visible.

En muchas ocasiones el tono de una conversación amistosa entre españoles se desenvuelve de tal manera que más parece una discusión, una riña, cuando es solo la expresión de simpatía. Los extranjeros poco acostumbrados a nuestros aspavientos consideran que andamos siempre a la greña. No es así; simplemente, alzamos la voz para demostrar afecto. Suele ser la táctica contraria a la que emplean en otras culturas. Incluso dentro del mundo de los hispanoparlantes hay que ver lo suaves que son las expresiones amistosas por parte de nuestros hermanos americanos. Lo nuestro es la rudeza, la contundencia, la voz altisonante con esas erres, jotas y zetas. Por lo menos se agradece el seseo de los canarios.

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