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José María Marco

Actualidad del nacionalismo español

Es el legado de ese nacionalismo, asumido por las elites españolas de la democracia, el que está en el fondo –y a veces en la superficie- de la duradera y constante denigración de España.

Cordon Press

Desde hace unos años, no muchos, una parte de la opinión pública española está en rebelión manifiesta y más de una vez militante contra la llamada “leyenda negra”, que es el conjunto de relatos y argumentos con la que nuestros competidores y adversarios forjaron una imagen, digamos que mejorable, de nuestro país. Data del siglo XVI, de cuando España, bajo la política imperial de los Austrias, se había convertido en la gran potencia global. Al parecer, los españoles hicieron suya esa imagen y desde entonces hemos vivido bajo el peso un complejo de inferioridad que ha paralizado nuestras energías y esterilizado nuestra creatividad.

Esta reflexión puede dar lugar a un nuevo estado de opinión, algo más reconciliado con la realidad de España, pero también conduce a un estado de agitación que tal vez acabe anulando el esfuerzo por recuperar un cierto aprecio de sí mismo. Y es que no se acaba de aclarar si la “leyenda negra” forjada en el siglo XVI es la misma que ha sobrevivido hasta hoy, ni por qué ha logrado una longevidad tan extraordinaria, ni en qué asuntos la crítica de la conducta de los conquistadores, los encomenderos o los inquisidores, por no hablar de las obsesiones racistas y de la intolerancia religiosa de nuestros antepasados del siglo XVII, afectan a la forma en la que los españoles se ven a sí mismos en el XXI.

Sin negar la existencia de esa “leyenda negra”, que por otra parte ha afectado también a algunos otros países con vocación global, como Estados Unidos, es posible partir de otra hipótesis. En su núcleo, no resulta demasiado complicada, aunque ya desde el primer momento empieza a poner en cuestión algunas de las más arraigadas ideas –o narrativas, otra vez- elaboradas por las elites españolas a lo largo del siglo XX y en lo que llevamos de este.

España, como muchos otros países occidentales, sufrió la crisis de fin del siglo XIX que puso en cuestión –y en muchos lugares acabó destrozando- el liberalismo, el parlamentarismo, la idea misma de nación. Los españoles suelen creer que ese es un problema español, y que el problema es España. Lo es, efectivamente, pero como lo fue en cualquier otro país occidental: estaba en juego, aquí y en todas partes, la idea misma de nación que se había elaborado en el siglo liberal. Fuera de las características propias, como es natural, la crisis es idéntica en todas partes. De hecho, los españoles la importan, en particular de Francia. Incluso la traducen, a veces palabra por palabra, como cuando Ortega copió de Maurice Barrès, creador del nacionalismo francés, esa ocurrencia célebre, y que los españoles se tomaron en serio, de la “España invertebrada”. (En Barrès, Francia estaba “descerebrada”, lo que tiene más gracia, sobre todo pensando en su adaptador español.)

A tanto alcanza el nacionalismo. Y es que de eso, justamente, es de lo que estamos hablando: de una ideología empeñada en acabar con la nación liberal al considerar que esa nación (la “España oficial”, falsa y degenerada, de matices cosmopolitas y ambición universalista) parasita hasta ponerla en riesgo la “España real”, la nación intrahistórica y en última instancia eterna que el nacionalismo proclama como la única auténtica.

Este es el fondo, con muy diversos y complejos matices, de la actitud que encontramos en el regeneracionismo puro y antipolítico de los Costa, en el regeneracionismo literario de los noventayochistas, en el espiritual de la Institución Libre de Enseñanza, en el diletantismo político (la “vieja” y la “nueva política”…) de los Ortega y los Azaña, así como en Franco –el más escéptico en cuanto al relato, que le sirve sobre todo para atacar al liberalismo- y en los falangistas. Los une a todos la animadversión a ese régimen detestable, corrupto, artificial –y de pésimo gusto -que es lo peor, llamado Restauración. La abominable Restauración representó el triunfo del liberalismo en España, pero a los españoles les siguen inculcando el relato de su fracaso y su miseria. Muy pronto, si no es que ha empezado ya con todas las bendiciones de las autoridades correspondientes, se les educará en el fracaso y la miseria del “régimen del 78”.

El asunto sobrevivió bajo la dictadura gracias a la naturaleza misma de esta, que pretendió monopolizar la identidad española, pero también por el empeño de algunos falangistas, en particular Laín Entralgo, y de los herederos de la Institución. Los dos fueron firmes partidarios, por motivos diversos, de la continuación de la crítica demoledora del liberalismo español y de la existencia de una nación española liberal. A los autoproclamados herederos de quienes habían perdido la Guerra Civil, por otro lado, les ahorraba cualquier pregunta sobre la responsabilidad acerca de lo ocurrido en los años 30: el liberalismo y sus consecuencias, el carácter español… todo menos hacerse alguna pregunta sobre aquel intento de fundar España de nuevas.

Es el legado de ese nacionalismo, asumido por las elites españolas de la democracia, el que está en el fondo –y a veces en la superficie- de la duradera y constante denigración de España. Hemos dejado atrás los momentos más crudos, cuando la muy prestigiosa revista Cuadernos para el Diálogo se preguntaba si existía la cultura española. Pero siguen vivos los mismos temas y los mismos reflejos.

La paradoja –magnifica- es que esa crítica es heredera del nacionalismo español. Es el nacionalismo español el que ha suministrado y sigue suministrando los argumentos, por no decir la munición, para negar y acabar con la nación. De hecho, esos herederos del nacionalismo español siempre se han entendido bien con quienes comparten sus supuestos, que son los nacionalistas vascos y catalanes. El nacionalismo, ya lo hemos dicho, se declina exactamente igual en todos las circunstancias, en todos los idiomas y todas las nacionalidades, por emplear el término constitucional. Lo que no aguanta es la expresión del amor al propio país.

Intentar elaborar una alternativa es extraordinariamente difícil. Lleva a rechazar de arriba abajo los supuestos históricos e ideológicos vigentes desde hace cincuenta años. Y coloca a quien lo intenta en situación marginal, esquinada ante la infinita cobardía y los hábitos adquiridos de las elites españolas, que han vivido muy bien del legado nacionalista español. También obliga a hablar bien de España, algo que un nacionalista es incapaz de hacer como no sea de su España soñada y narcisista, esencialmente excluyente. Desde esta perspectiva, la crítica de la “leyenda negra” es importante, pero insuficiente. Claro que nadie dijo que las cosas de verdad interesantes fueran fáciles.

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