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Luis Herrero Goldáraz

El toque de unos ojos

Las mujeres de ojos azules están fuera de mi alcance porque hay colores transparentes que hacen más fáciles las asociaciones de ideas.

En mi familia siguen pensando que la razón por la que temo meterme en el agua tiene que ver con los tiburones. Se juntan en círculo y se ríen de mis traumas infantiles, como si imaginar que en cualquier momento una dentadura asesina pudiese aparecer bajo mis pies incautos fuese una ficción absurda. Algo sólo imaginable en la caricatura de un cartel para alguna película de Spielberg. Lo que no saben es que eso tampoco me preocupa demasiado, que para mí el verdadero depredador es el propio mar. Si Dios hubiera querido que domásemos a esa bestia altiva nos habría proporcionado herramientas para hacerlo, y no estas extremidades blandas y un cerebro que más que una ventaja es un elemento de perdición. Aunque tampoco es que lo que me imponga sea su ferocidad imprevisible. Me preocupa su belleza, más que nada, su atractiva danza infinita que deja entrever millones de capas de profundidades insondables. Dicen que las alturas son peligrosas porque incitan a saltar y el mar lo es porque susurra. Te llama para que te sumerjas en él y comiences poco a poco a dejar de ser, a someterte a su atmósfera absoluta.

Unamuno veía los ojos de Dios en el cielo estrellado y yo creo escuchar su ronquido tenue cuando rompen las olas en la noche. Desde arriba posiblemente el vasto océano sea como un iris azulado, igual de vivo y peligroso que la mirada de una mujer preciosa. Hace unos días llegué a la conclusión de que las mujeres de ojos azules están fuera de mi alcance porque hay colores transparentes que hacen más fáciles las asociaciones de ideas. Pero el mar también puede ser opaco y terroso, sobre todo cuando se enfurece entre tormentas, así que lo que de verdad me está vetado es cualquiera que tenga un cierto tipo de mirar. Parece lógico. Tarde o temprano me vería debatiéndome entre entregarme a ella o despedirme, como Pushkin en Odesa, así que la comunicación se terminaría haciendo complicada.

Entregarse tal vez sea una expresión demasiado romántica. Desde luego corre el riesgo de resultar empalagosa. Pero es acertada. La sensación es parecida a la de estar a merced de una naturaleza demasiado inmensa como para preocuparse por las civilizaciones diminutas que la pueblan y que podrían ser barridas con un simple gesto. Mientras se nada, uno está indefenso. Cualquier ataque de animales rapidísimos y hambrientos es letal, qué duda cabe, pero sobre todo lo que se está es a merced del mar. Y es esa misma sensación de vulnerabilidad suprema lo que aterra y fascina a partes iguales al sostener una mirada. A uno le gustaría dejarse absorber pero teme perder su independencia, así que en ese eterno discurrir de incertidumbres va pasándose la vida y deteriorándose el amor, para dejar después una constelación enorme de diminutos reproches con los que torturarse en soledad. Algunas personas, algunos ojos de animal curioso son así. Tienen el poder de retenerte. Uno teme perderse en ellos y aunque sepa que ese mismo pensamiento es absurdo y adolescente no puede dejar de sentir el miedo. Además, ya lo ha vivido. Hay ojos que reaparecen después de años y continúan con su mismo efecto seductor. Yo lo sé. Y los suyos eran pardos.

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