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Amando de Miguel

Los españoles y el agua

La moda de la proliferación de piscinas particulares con los correspondientes jardines de césped es un dislate para el interés común.

La moda de la proliferación de piscinas particulares con los correspondientes jardines de césped es un dislate para el interés común.
El milenario acueducto de Segovia. | David Alonso Rincón

Desde Jorge Manrique, ha menudeado la idea de la vida de los hombres como si fueran cursos del agua que desembocan en el mar, "que es el morir". Otra imagen universal del agua es como símbolo de limpieza, tal como se contiene, de forma simbólica y eminente, en la institución del bautismo. De manera más vulgar, tenemos el arroyo de Lavacolla, en Santiago de Compostela, donde se sitúa el aeropuerto del mismo nombre. Literalmente, "lavacolla" era la operación de lavarse las partes bajas, que hacían los peregrinos de antaño, antes de cumplir con la última etapa de camino. En muchas culturas, se mantiene la tradición de lavarse las manos antes de empezar a comer. La necesidad de disponer de agua limpia en las casas y los huertos ha llevado, desde los romanos, a construir todo tipo de aceñas, norias, ruedas y molinos para elevar el agua. Es famoso el artefacto de Juanelo Turriano, un ingeniero milanés, en el siglo XVI, para subir el agua del Tajo hasta los edificios de la ciudad de Toledo.

Tan perentoria ha sido, siempre, la necesidad de agua limpia ("dulce", se dice) que las distintas culturas han recurrido a diversas prácticas religiosas para impetrar la lluvia en los periodos secos. En España han sido constantes, dado que la mayor parte del territorio se considera en recurrente sequía. En algunos pueblos, se llegó a colgar un bacalao de la imagen del santo que sacaban en procesión por los campos para ver si lograba traer la ansiada lluvia. Se suponía, ingenuamente, que el añadido del bacalao iba a dar sed al santo y así se lograría, mejor, el propósito del aguacero.

En Europa, la ciudad de Madrid es un caso insólito al no contar con un río navegable, incluso para modestas barcas o gabarras. Sin embargo, Madrid se asienta sobre una inmensa mole de granito poroso, que hace que el subsuelo almacene una gran cantidad de agua de lluvia. Quizá, el nombre arábigo de "Madrid" proceda de la imagen de las muchas fuentes que en ella ha habido, siempre.

En toda Europa, ha sido normal la erección de ermitas y monasterios al lado de manantiales, cuyas aguas se consideraban salutíferas o, incluso, milagrosas. Era una forma de reconocer el carácter benéfico del agua corriente.

A pesar de la tradición marítima de los europeos, y, más aún, de los mediterráneos, durante siglos, la mayor parte de los marineros no sabían nadar; no digamos los habitantes de las poblaciones interiores. La idea de bañarse en el mar como algo saludable llega, tardíamente, a finales del siglo XVIII. En España, se registra el suceso del primer hombre que se atrevió a meterse en el mar con un propósito higiénico. Fue el benedictino e ilustrado Benito Jerónimo Feijóo en la playa de Gijón. Toda la población asistió al insólito espectáculo. Las cosas han cambiado tanto, que el hecho de bajar a la playa para bañarse es casi un rito cotidiano, en el buen tiempo, para muchas personas. De niño, recuerdo en San Sebastián que, en la playa de la Concha, se disponían unas gruesas maromas, atadas a unos postes, para que los bañistas se agarraran a ellas mientras se dejaban azotar por las olas.

Sabemos que, en la época romana y medieval, los ríos peninsulares eran más caudalosos que a partir de la Edad Moderna. El Guadalquivir era navegable hasta Córdoba y aún más arriba. Los barcos romanos entraban, por el Ebro, hasta Logroño o Miranda. No hay más que ver la generosa longitud de algunos puentes romanos y medievales para comprobar que, en aquellos tiempos, los ríos llevaban más agua que en tiempos posteriores. Fue el precio que hubo que pagar por la tala de los bosques durante muchos siglos.

Un artefacto memorable ha sido, durante mucho tiempo, el de los molinos de agua en toda la península. Se movían con engranajes de madera. Naturalmente, han desaparecido o se han convertido en casas rurales restauradas para usos turísticos.

Desde los romanos, en el territorio español se han levantado presas, embalses, estanques, pantanos. Primero, se habilitaron para el regadío y para contener las eventuales inundaciones. Mucho después, sirvieron como un ingenio para producir energía eléctrica. Últimamente, la construcción de este tipo de obras se ha detenido mucho, acaso por estar vinculadas a la política hidráulica de Franco. (Es un ejemplo de la estupidez llamada "memoria democrática"). Por lo mismo, se ha clausurado la vieja idea del trasvase de aguas de unas cuencas a otras. La del Ebro-Tajo-Segura fue un diseño de la época de la II República, pero quedó preterida por la guerra civil. Años más tarde, el proyecto lo realizó, parcialmente, el franquismo, aunque sin llegar a la imprescindible fase del trasvase del Ebro al Tajo. Ha sido una lástima. Hoy, la idea se ha abandonado, definitivamente, por exigencias de la "religión" ecologista, que es la oficial del Estado.

El régimen de lluvias en la España peninsular es escaso, mas no aleatorio. Antes bien, se desarrolla con una secuencia ondular, es decir, con periodos húmedos y secos de forma alternativa. Por ejemplo, de 1898 a 1917, a pesar de ser una época de inestabilidad política, se produjo un sustancial desarrollo industrial. Repercutió en otros muchos aspectos de la vida colectiva, significativamente, fue la primera vez que se observó un descenso sistemático de la mortalidad infantil. Pues bien, en ese periodo, la media de lluvia caída superó, ampliamente, a la del siglo XIX. A continuación, vino una extensa ola de sequía, que duró, con pequeñas oscilaciones, hasta 1959. En esa fecha, retornó otra vez el ciclo húmedo, que duró media generación, la que fue testigo del "desarrollismo", el periodo de mayor expansión económica de toda la historia contemporánea española. Asombra que los políticos y economistas no se hayan fijado en la consonancia entre el ciclo de lluvias y la coyuntura económica. Por cierto, ahora mismo, parece que hemos entrado en una nueva coincidencia, la de un periodo de sequía y otro de declive económico. Lo que opera no es el "cambio climático", como algo novedoso, sino la secuencia ondular de la curva de lluvias.

Poco o nada se hace, en la sociedad española, para paliar la maldición de las sequías recurrentes. La moda de la proliferación de piscinas particulares con los correspondientes jardines de césped puede que sea aceptable desde el punto de vista individual. Sin embargo, es un dislate para el interés común. Mejor sería una buena dotación de piscinas comunales (de los municipios, los barrios o las urbanizaciones) y la sustitución del césped por plantas autóctonas. No solo se ahorraría agua, sino también energía eléctrica, que buena falta hace. Por desgracia, nos hemos instalado en la sociedad del despilfarro, así que de poco vale quejarse. Como se dice en el Ejército, "reclamaciones, al maestro armero".

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