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Juan Cermeño

Respetar el misterio

Han venido las matemáticas a destruir el misterio, que es la raíz de todo lo importante.

Han venido las matemáticas a destruir el misterio, que es la raíz de todo lo importante.
Ilustración. | Archivo

Parece que hoy día ya no quedan misterios. Todo es analizado, medido y conocido. Nadamos en un mar de información que pone la solución más rápida y eficiente al alcance de nuestra mano. Casi podríamos decir que sólo se equivoca quien quiere. El algoritmo siempre está a nuestro lado susurrando la opción más lógica. Tomamos decisiones como quien compra la comida con la mejor relación calidad-precio en el supermercado. La ciencia ha echado raíces en todos los aspectos de la vida: resuelve todos nuestros problemas de puertas para fuera y cuando éstos terminan, sigue con los de dentro.

Sólo existen las verdades de la ciencia y la lógica. Esa es la religión de nuestros días. Las verdades de cada uno han sido aniquiladas. No podemos medir las certezas de nuestra intimidad y eso las convierte automáticamente en irracionales. Se pierden en el filtro de la ciencia. Se hace difícil imaginar a la mujer que elige sufrir en silencio el resto de su vida ante un marido postrado en la cama; a los padres que saben que sobrevivirán a un hijo enfermo desde un principio y deciden darle la oportunidad de vivir. La lista es larga. Hay mucho que perder.

Han venido las matemáticas a destruir el misterio, que es la raíz de todo lo importante. Lo que diferencia a los humanos de unas frías máquinas. Hay veces que ser humano duele. Y la respuesta a ese dolor es entregarse a un misterio que nadie comprende. Ante ese panorama, que frustra a cualquiera, ¿quién no va a preferir la seguridad y tranquilidad de los números? Sin el misterio, todo se rige por la fría pero previsible mano de hierro de la lógica, donde sólo hay lugar para premisas y consecuencias.

Cuando uno se acerca a él, desaparece. Si lo enjaulamos para analizarlo y entenderlo, se evapora. El misterio es el intangible que desafía a la lógica, el rey de las casualidades. Había una sala en el castillo de Hogwarts que tan sólo aparecía cuando uno la necesitaba. Con el misterio ocurre lo contrario. Si lo buscamos, se esfuma. Deja de tejer los hilos que nos conectan a destinos improbables. Cuando nos olvidamos de él y desistimos de entenderlo por enésima vez, vuelve. Vuelve cuando nos alejamos, abrumados por la frustración de quien no comprende. Entonces vuelve a tejer, cuando nadie mira, en silencio, día a día. Como una Penélope a la inversa.

Tan sólo se le reconoce en la distancia, en memorias lejanas. Al recordar, sólo hay casualidades. Pero si rascamos en la conciencia, lo vislumbramos. Está en esa oferta de trabajo a la que uno aplica sin muchas ganas, en esa eléctrica intuición de los que se saben de antemano enamorados. En quedarse o abandonar. Uno siempre se da cuenta demasiado tarde porque el misterio, celoso de su intimidad, se deja entrever en la distancia y desaparece en el cuerpo a cuerpo. Es el rastro de Dios que nunca alcanzamos.

El misterio trabaja mientras uno se olvida de sí mismo. Dejémosle trabajar. Los milagros del mañana se están gestando hoy, en este mismo instante. Tanto en lo que elegimos como en lo que no. En perder un tren –un miércoles, no un jueves– y coger el siguiente. En estas líneas que uno escribe y otro lee. Sólo hay que dedicarse al afán de cada día, no pensar mucho en el mañana y esperar en la esperanza. No hay mejor momento para empezar que los días que vienen.

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