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Luis Herrero Goldáraz

Miedo, deseo y esperanza

Las persona que han sufrido de verdad perciben el final como un descanso. Sin embargo, nadie desea descansar si no es para despertarse renovado.

Las persona que han sufrido de verdad perciben el final como un descanso. Sin embargo, nadie desea descansar si no es para despertarse renovado.
El grito, de Munch | Wikipedia

Crecí creyendo que lo que temía era a la muerte cuando lo que temía era al dolor. Al dolor físico, se entiende, que en el fondo no es más que la antesala de un dolor espiritual difícil de delimitar, o eso me invento. De niño, mi día a día era una parálisis perpetua, un ir mirando hacia los lados con los ojitos tensos, los brazos tensos, la boca tensa y hasta la bondad pendiente de un único hilo de pavor puesto en salmuera. Yo temía al dolor como se teme a la oscuridad, a los monstruos que habitan debajo de la cama, al Freddy Krueger obstinado y sanguinario que es capaz de perseguirte hasta los reinos de la noche, allí donde se aprende a disfrutar y a recelar al mismo tiempo. Temía al dolor como se teme la bofetada paterna, las duchas de agua fría o el primer momento que da paso al arrancarse una tirita. Tanto lo temí, de hecho, que acabé por olvidarme de enfrentarlo, sin descubrir jamás qué era lo que escondían mis impulsos.

Pero la vida, que es sabia, no tardó en hacerme daño. Un daño físico, he dicho, algo así como un bautismo que sirvió para demostrarme hasta qué punto soy absurdo. Yo creo que lo soy porque lo primero que uno descubre cuando sufre es que está vivo, que sigue vivo y por lo tanto siente. Debería haberme curado del miedo al dolor en el preciso instante en que sobreviví a sufrirlo. Y sin embargo.

Poco hay en el dolor que sea eterno, sólo el pavor que nos produce. El dolor es un espasmo que se renueva y que se agota a cada instante, hasta que cesa. Es una tórrida pasión que mantiene unidas en un inverosímil equilibrio a la esperanza, que se abre paso cuando acaba, y a la incertidumbre, que se mantiene antes incluso de que empiece. Si se piensa, lo que el dolor produce tiene mucho que ver con lo que produce la esfinge de la muerte.

Por eso creo que en realidad nunca temí ni al uno ni a la otra. Creo que lo que temí fue a su producto. Yo temí y sigo temiendo a esa punzada indescifrable que aparece siempre en su máxima amplitud, pero que nunca dura demasiado. Temí que ese quebranto que se presenta y que palpita dejase de hacerlo. Que se estirase como un chicle y prolongase la agonía en el dolor constante, sin valles de reparo involuntario, hasta hacerme bombear desesperación en vez de sangre. Temí quebrar el equilibrio por el lado equivocado, en resumidas cuentas. Ceder al vértigo abismal que nos produce tanto sufrir eternamente como dejar de hacerlo para siempre.

Las persona que han sufrido, las que han sufrido de verdad, perciben el final como un descanso. Sin embargo, nadie desea descansar si no es para despertarse renovado. Tiendo a pensar que quienes abrazan la muerte de esa forma tan sólo abrazan la necesidad de que se acabe el miedo. Quieren dejar de sentir dolor, ponerle alguna traba a los enigmas, y emanan, aunque en su desesperación no lo perciban, un absoluto anhelo de esperanza.

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