Cortaron su cabeza y la pusieron en una pica de una plaza de Tonkin. El cuerpo del obispo dominico español José María Díaz Sanjurjo yacía en el suelo desangrado después de días de torturas, en la mañana del 20 de julio de 1857. La decapitación había sido pública y ejemplarizante. El cónsul general de España en Macao, Nicasio Cañete, había intentado salvar al obispo y a otros cristianos, en una misión desesperada a bordo de un barco francés.
Tu Duc, emperador de Annam, la actual Vietnam, había iniciado una persecución de cristianos en 1833 que se había cobrado ya muchas vidas. Los misioneros franceses y españoles estaban en la zona desde mediados del siglo XVII, y contaban a principios del XIX con 300.000 conversos. Para las autoridades locales aquello era una "contaminación" de su raza y espíritu y, por tanto, una rebaja en su autoridad y poder que podría facilitar la colonización europea. La persecución de los cristianos fue, en consecuencia, una medida política.
Lo cierto es que Gran Bretaña había puesto sus ojos en Birmania y Siam, empeñada como estaba en crear un imperio en Oriente y Asia tras dedicar dos décadas a batallar en Europa y América. La Francia de Napoleón III quería recuperar la grandeur, para lo cual debía establecer un puerto seguro en China y controlar sus ríos navegables. España a duras penas controlaba las Filipinas. Norzaragaray, capitán general de esas islas, escribía por aquellas fechas:
"A la vista misma de la capital de Manila numerosas tribus de infieles que no reconocen nuestro dominio ejercen sus tropelías y actos antropófagos"
Francia y España decidieron actuar. El plan secreto francés era hacerse con la Indochina. El gobierno de Isabel II ordenó al general Norzegaray la movilización y su unión al cuerpo expedicionario francés. La marina española se sumó con doce falúas, varios transportes y la fragata Elcano, luego relevada por el vapor Jorge Juan. Sin embargo, la crisis del ejecutivo español, que fue sustituido en junio de 1858, provocó que se aceptara la cooperación sin puntualizar sus términos ni beneficios. Ya lo advirtió Nicasio Cañete, cónsul general en China:
"Nosotros, a pesar de tantos intereses en estas vastas y riquísimas colonias, nos veremos excluidos de los beneficios que disfrutarán otras naciones, que ni poseen colonias ni tienen tantos motivos para desear estas ventajas".
Mientras las fuerzas hispano-francesas se preparaban, el obispo Melchor García San Pedro fue decapitado. Primero le cortaron las manos, luego los brazos y la cabeza, y finalmente un elefante pisoteó sus restos.
En agosto de 1858, la flota aliada se concentró en la bahía de Yulikán, y de ahí a Turán (actual Da Nang). La vanguardia española del cuerpo expedicionario estaba dirigida por el coronel Oscariz, y compuesta por tres compañías, a las que se sumaron 51 artilleros y 30 auxiliares, además de capellanes, médicos y administrativos.
El 1 de septiembre las bombas cayeron sobre Turán como castigo y aviso. Las miserables casas no aguantaron los proyectiles modernos que lanzaban los buques de guerra europeos. El emperador Tu Duc no intervino: aguardaba el desembarco para dar la gran batalla. Se calcula que contaba con unos 200.000 hombres, pero que su fuerza real operativa rondaba los 18.000; eso sí, equipados con material obsoleto y sin caballería, pero con algunos elefantes de guerra.
Tras el bombardeo, el almirante Rigault de Genoutilly, jefe de la expedición, decidió acampar, fortificar la zona, y esperar refuerzos.
Así ocurrió, el 13 de septiembre llegaron mil soldados españoles más a Turán, al mando del coronel Ruiz de Lanzarote, y cinco fragatas. La baza del cuerpo expedicionario español era que sus hombres eran en parte tagalos, a diferencia de los franceses, que al ser europeos, soportaban mal el clima y las enfermedades del lugar.
Mientras Francia y Gran Bretaña negociaban con China a espaldas del gobierno de Isabel II, los soldados españoles pasaban su tiempo, como contaba el capitán Serafín Olabe:
"Construyendo baterías, removiendo tierra, y perdiendo por el clima y lo duro de los trabajos cuatro veces más soldados de lo que se hubiesen sacrificado en la toma de Hué" (capital del imperio).
El 2 de febrero de 1859, las fuerzas aliadas partieron a Saigón, en la Cochinchina, el sur de Annam. Quince días de marcha. El avance fue lento. Los ataques por sorpresa, las enfermedades, las picaduras de serpiente, o las hormigas rojas que devoraban a los heridos, convirtieron el camino a Saigón en un infierno. Destruidas las posiciones defensivas que protegían la ciudad, el 17 asaltaron y tomaron Saigón. Las dos compañías del coronel Palanca estuvieron en vanguardia, y allí se quedaron. El comandante François Page ordenó que las tropas españolas no acantonadas abandonaran el lugar, quedando tan solo los 233 hombres de Palanca, y otros tantos franceses.
Durante los seis meses siguientes la ciudad fue sitiada por las tropas annanitas, y con solo 550 hombres se mantuvo la posición mientras se negociaba con el emperador Tu Duc. En medio de un calor insoportable, se amplió la zona de seguridad a carga de bayoneta, y se aseguraron los edificios estratégicos.
En la Península la empresa había pasado casi desapercibida. Incluso había cierta incomodidad. ¿Qué importaba un lugar llamado "Cochinchina" cuando en el Riff habían atacado posiciones españoles? La sociedad hervía de ira contra los rifeños en 1859, y el conflicto con un novelesco y exótico imperio asiático no atrajo la atención de nadie. Al tiempo que Prim enardecía el espíritu patriótico con los voluntarios catalanes en los Castillejos, Norzagaray moría por enfermedad, y su sucesor, el mariscal Solano, fallecía en extrañas circunstancias en agosto de 1860. Es más; en una suerte de maleficio, el general Mac-Chohon, enviado desde España para hacerse con la capitanía filipina, perdía la vida en el istmo de Suez.
Entretanto, llegaron a Annam 4.000 soldados franceses y la conquista se aceleró. Las tropas de Palanca participaron en el ataque a Ki-Hoa, en febrero de 1861, con un tercio de bajas; y en abril en el asalto a My-Tho, en el que los anamitas utilizaron elefantes. El gobierno español se negó a enviar refuerzos. Cuando las autoridades decidieron firmar la paz, en la primavera de 1862, Palanca había perdido a la mitad de sus hombres.
En el tratado del 5 de junio de 1862, Francia consiguió lo que quería: el dominio de Cochinchina y la franquicia para sus buques. El vencido se comprometió a respetar la libertad religiosa –que no respetó- y a pagar una indemnización. España contempló la firma, y recibió una sexta parte del dinero gastado; nada más.
Pérez Reverte terminaría este artículo como si fuera el capitán Haddock en pleno paroxismo de insultos: ciscándose en aquellas autoridades que no reconocieron a esos soldados hijos del campo, mal afeitados, santiguados impenitentes, puteros, y bravos. Llenaría de pesimismo cañí a esos que hicieron lo de siempre: una machada inútil rompiendo huesos, rasgando carne, derramando sangre, para que luego tres pisaverdes, enlevitados y perfumados, firmaran un papel sobre una mesa de caoba, antes de irse al banquete donde celebrar la paz. Podría terminar así, sí.