
Cuando el 13 de octubre de 1909 fusilaron a Francisco Ferrer Guardia bajo la acusación de haber instigado los sangrientos desórdenes de la Semana Trágica, sus compañeros de logias y anarquismo organizaron por toda Europa una campaña reivindicadora de su memoria por considerar a Ferrer un mártir de la libertad linchado por una España incurablemente inquisitorial. Aunque las protestas se extendieron por doquier, sus camaradas italianos fueron los más prolíficos, entre ellos un Mussolini al que todavía le faltaban diez años para efectuar su giro hacia el fascismo. El poeta socialista Antonio Gamberi, por ejemplo, le dedicó estos versos de la más folletinesca tradición anticatólica y antiespañola:
De nuevo otra víctima, otro delito perpetrado por el turbio Loyola.
El mártir Ferrer cae atravesado por el plomo del trono y de la estola.
Revive Torquemada contra la libertad de pensamiento, vida y palabra,
y el Santo Oficio agravado siniestramente se renueva.
Y aunque pasado parecía el tiempo de la bárbara y atroz Inquisición,
tremendos ejemplos evidencian el engaño y la ilusión.
Inauditas torturas, horribles estragos, destrozos y masacres sin cuento,
refinados y espantosos suplicios devuelven España al Mil Quinientos.
A bote pronto, lo razonable es preguntarse qué tendrían que ver Íñigo de Loyola y Tomás de Torquemada con hechos acaecidos cuatrocientos años después de sus existencias, pero sí, efectivamente, tenían mucho que ver. Unamuno explicó poco después a sus lectores bonaerenses que Ferrer, aunque quizá víctima de un error judicial, había sido utilizado en el extranjero como pretexto "para desencadenar una vez más el atajo de calumnias, de inepcias y de embustes con que se nos viene sistemáticamente denigrando desde hace tres siglos, sin que apenas nos dignemos a defendernos (…). Esta hostilidad a España arranca del siglo XVI. Desde entonces se nos viene, en una u otra forma, insultando y calumniando. Nuestra historia ha sido sistemáticamente falsificada, sobre todo por protestantes y judíos, pero no sólo por ellos".
Las consecuencias políticas de la tergiversación de la historia de España por motivos religiosos e ideológicos han tenido gran influencia y extraordinaria duración. Lo que se bautizaría en torno a 1900 como Leyenda Negra fue, por ejemplo, el trasfondo ideológico de las emancipaciones americanas en la primera mitad del siglo XIX. Un breve vistazo a las proclamas de los libertadores y a los himnos de las neonatas repúblicas suramericanas basta para comprobarlo. Al acabar el siglo, volvió a ser refrescada en USA para legitimar su intervención en Cuba y Filipinas y representó, y sigue representando, un papel muy importante en la siembra del rechazo a España por parte de los separatismos y de una izquierda que no consigue superar la incomodidad que le provoca la historia de España en su conjunto.
Aunque nunca ha dejado de estar presente en la gran cantidad de trabajos dedicados a ella, tanto en España como en otros países, la Leyenda Negra es un tema que goza de singular atención en los últimos años, quizá como efecto rebote de la incesante campaña denigratoria de España activada por su enemigos tanto exteriores como, sobre todo, interiores. El éxito de los libros de Elvira Roca Barea es el ejemplo más conocido, pero otros autores actuales se están distinguiendo por su esfuerzo en explicar tanto el origen y desarrollo de la hispanofobia como sus efectos en la España de nuestros días, quizá no suficientemente subrayados en las obras de muchos de los estudiosos clásicos de una cuestión de enorme influencia en la historia de Europa y América.
Uno de los más concienzudos es, sin duda alguna, Iván Vélez, destacado polímata cuya aportación comenzó en 2014 con el análisis de la Leyenda Negra en sentido estricto para ramificarse posteriormente hacia la faceta americana con sus dos libros sobre Hernán Cortés y la inquisitorial con su estudio sobre fray Tomás de Torquemada y los años fundacionales del Santo Oficio. La virtud principal de este aluvión de datos es la explicación histórica, religiosa y jurídica de una institución que, ya desde sus inicios, no pudo estar más lejos de esa locura arbitraria y supersticiosa que con tanta satisfacción han presentado innumerables autores, provenientes en su mayoría del mundo protestante, cuyas obras se acercan más al género novelístico que al histórico.
Dado que el episodio central de la vida del arquitecto de la Inquisición fue la expulsión de los judíos, decidida por los Reyes Católicos precisamente por inducción de Torquemada, es importante recordar que España no fue ni el único, ni el primero ni el último país en decretarla. Los judíos fueron expulsados desde el siglo XII hasta el XVI de prácticamente todos los reinos de Europa por ser considerados el pueblo deicida ("La razón por la que la Iglesia y los emperadores y los reyes y los otros príncipes sufrieron a los judíos vivir entre los cristianos es ésta: por que ellos viviesen como en cautiverio para siempre y fuesen memoria a los hombres de que ellos vienen del linaje de aquellos que crucificaron a nuestro señor Jesucristo", Las Siete Partidas, partida 7ª, título 24º, ley 1ª) y un problema político que debía ser eliminado mediante su destierro.
En el caso de España, las autoridades pusieron cuidado en que el abandono de los hogares, la venta de los bienes y el trayecto hacia las fronteras se hiciese regladamente, impidiendo injusticias y evitando injurias y maltratos. Como se detiene en señalar Vélez, no sucedió lo mismo en otros lugares de Europa, como por ejemplo en Portugal. El más eminente de los hijos de la diáspora judeoportuguesa, Baruch Spinoza, recogió en su Tratado teológico-político (1670) que a los judíos españoles que se convirtieron al cristianismo "les fueron concedidos todos los privilegios de los españoles de origen y fueron considerados dignos de todos los honores, se mezclaron con los españoles de manera que al poco tiempo no quedaban de ellos ni restos ni memoria (…). Todo lo contrario sucedió a aquéllos a quienes el rey de Portugal forzó a admitir la religión de su Estado; ya que, aunque se convirtieron a su religión, vivieron siempre separados de todos porque el rey los declaró indignos de todo cargo honorífico".
Pero el apartamiento de los herejes no fue pecado exclusivo de los católicos y demás cristianos. Precisamente el filósofo Spinoza fue víctima de la intolerancia de sus correligionarios por su ateísmo:
Por la decisión de los ángeles y el juicio de los santos, excomulgamos, expulsamos, execramos y maldecimos a Baruch de Spinoza. Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito sea cuando se acuesta y maldito sea cuando se levanta; maldito sea cuando sale y maldito sea cuando regresa. Que el señor no lo perdone. Que la cólera y el enojo del Señor se desaten contra este hombre y arrojen sobre él todas las maldiciones escritas en el Libro de la Ley. El Señor borrará su nombre bajo los cielos y lo expulsará de todas las tribus de Israel abandonándolo al Maligno con todas las maldiciones del cielo escritas en el Libro de la Ley. Ordenamos que nadie mantenga con él comunicación oral o escrita, que nadie le preste ningún favor, que nadie permanezca con él bajo el mismo techo o a menos de cuatro yardas, que nadie lea nada escrito o transcrito por él.
La Inquisición ha pasado a los anales como una institución arquetípicamente española, como si no hubiera habido tribunales inquisitoriales, con ese mismo u otros nombres, en muchos otros países europeos tanto católicos como protestantes, y como si en esos países no hubieran muerto muchos más miles de personas por motivos religiosos que en España. Pero dos circunstancias hicieron del suyo un caso efectivamente singular. En primer lugar, el hecho de que operara en el país que albergó la mayor comunidad hebrea del medievo y en el que se desarrolló un tenaz enfrentamiento militar de fondo religioso desde el siglo VIII hasta el XV; y en segundo, su singular duración, aunque ya prácticamente inoperativa, hasta principios del siglo XIX, cuando en sus últimos estertores cometió la infamia final de ejecutar a Cayetano Ripoll. Su ahorcamiento por hereje en 1826 provocó la lógica repulsa de toda Europa, si bien no fue propiamente la Inquisición, abolida por las Cortes de Cádiz en 1813, la responsable de aquel anacrónico desatino, sino la Junta de Fe de la diócesis de Valencia, creada por el arzobispo del lugar para seguir ejerciendo las funciones del desaparecido tribunal. Aquel fue un crimen cometido por un grupo de fanáticos absolutistas que intentaron resucitar lo irresucitable y que se empeñaron en dar un escarmiento a los intelectuales que, recién concluida la Guerra de la Independencia, seguían haciéndose pasar por afrancesados. El que fuera precisamente Fernando VII el rey que hubo de certificar la defunción de una institución fallecida de hecho muchas décadas atrás demuestra que hacía ya mucho que ni sus teóricos defensores tenían energías para defenderla. Ripoll, por lo tanto, fue el último ejecutado en España por el delito de herejía, pero la última víctima de la Inquisición fue María de los Dolores López, agarrotada en Sevilla medio siglo antes, en 1781.
Respecto a las cifras de ejecutados por la Inquisición, las opiniones son dispares dado que no es posible establecer la cantidad exacta debido a la destrucción de buena parte de los archivos del tribunal durante la invasión napoleónica. Las estimaciones más altas –apuntadas por Juan Antonio Llorente, clérigo partidario de José Bonaparte que había sido funcionario del Santo Oficio– cifraron el total de víctimas en unas treinta mil, un tercio de las cuales se habrían producido en los años fundacionales de Torquemada. Su Histoire critique de l'Inquisition espagnole (1818), recibida con alborozo tanto por los liberales españoles –que no por casualidad exhumaron y arrastraron el cadáver de fray Tomás por las calles de Ávila al tomar el poder en 1820– como por el grueso de los historiadores de allende los Pirineos, fue la piedra fundacional de la imagen folletinesca de la Inquisición y de España en general que se extendió con gran éxito por Europa y América y que, doscientos años después, permanece incólume para la gran mayoría de la gente.
Naturalmente, los historiadores serios, tanto españoles como extranjeros, han demolido los mitos inquisitoriales hace ya muchas décadas, empezando por una cantidad de ejecutados que, según los datos disponibles, ninguno de ellos considera superior a los tres mil, la décima parte de lo anunciado por Llorente. A propósito de los datos de éste, el francés Joseph Pérez (La Inquisición española: crónica negra del Santo Oficio, 2005) calculó que la Inquisición debió de sustanciar unas ciento veinticinco mil causas, un tercio de las cifras dadas por Llorente, suponiendo las ejecuciones un 1% de dicho total, es decir, mil doscientas cincuenta:
Todos los historiadores coinciden en considerar estas cifras [las de Llorente] exageradas. Llorente aplicó un método discutible. Como no disponía de series continuas partió del número de condenas conocidas para hallar la media anual y extrapolar el resultado a los años para los que carecía de datos. Suponía, pues, que la actividad del tribunal había sido la misma durante un período largo, pero la realidad es otra.
También hace muchas décadas que los historiadores, tanto españoles como extranjeros, tanto de países católicos como de protestantes, han demostrado que los países europeos en los que menos cuajó la locura antibrujeril y en los que, por lo tanto, menos procesos se incoaron y menos infortunadas acabaron en las llamas, fueron precisamente los católicos, con España a la cabeza y a decenas de miles de muertas de distancia de los países del norte, especialmente los protestantes, sobre todo Alemania, Suiza, Francia y Escocia. No por casualidad el más influyente tratado demonológico de aquellos tiempos, el Malleus Malleficarum (Martillo de Brujas), fue publicado por dos dominicos alemanes, Kramer y Sprenger, en 1486. Y no por casualidad fue desautorizado por la Inquisición española en 1538.
Mientras que en otros países las autoridades tanto religiosas como políticas cayeron en la superstición tanto como los aldeanos procesados, los inquisidores españoles, de gran formación tanto teológica como jurídica, comprendieron desde el principio que las causas de la brujería eran la ignorancia y la deficiente formación religiosa del pueblo. Por eso combatieron a las brujas con púlpito más que con hogueras.
El historiador británico Stanley Turberville señaló en su clásico estudio sobre la Inquisición (1932) la singular preparación de unos inquisidores españoles que la literatura decimonónica, sobre todo la francesa y la anglosajona –Edgar Allan Poe, por ejemplo–, popularizó en todo el mundo como unos salvajes de crueldad y lujuria destadas:
Es un error considerar a los inquisidores como hombres ignorantes u hostiles al saber. Jiménez, fundador de la Universidad de Alcalá y editor de la Biblia políglota, fue uno de los hombres más cultos de su tiempo; Manrique y Sandoval tenían amistad con Erasmo; Valdés fundó la Universidad de Oviedo; Quiroga fue también un distinguido erudito. El índice moral del clero, tanto regular como secular, era en España más elevado que en cualquier otra parte, en cierto modo debido a la celosa energía de Jiménez, Pedro de Alcántara, Juan de la Cruz y Santa Teresa, pero también a la temida autoridad de la Inquisición, que atacaba no sólo a los herejes seglares, sino a los clérigos pecadores.
Y también subrayó Turberville que "mientras la Inquisición española fue razonable en el trato dado a la brujería, considerando las cosas del Sabbat como un engaño, los protestantes escoceses torturaron atrozmente y quemaron a miles de desgraciadas mujeres tildadas de brujería". Y en la ilustrada Francia hubo que esperar hasta la avanzada fecha de 1718, en pleno Siglo de las luces, para ver levantarse en Burdeos las últimas hogueras destinadas a las brujas. El eminente hispanista francés Gérard Dufour (L'Inquisition en Espagne, 2002) resumió así el contraste entre España y los demás países europeos:
El Consejo Supremo da prueba en esta circunstancia de un espíritu crítico completamente excepcional. Tentados estamos de calificarles de precursores del espíritu de las luces. No olvidemos que todo el mundo europeo cree entonces en el diablo y en brujerías. No hay que tener reparo alguno en decir que, frente a la crueldad estúpida de que hizo gala en este terreno toda Europa, la Inquisición española manifestó una sensata prudencia.
Limitándonos al principal rival político y religioso de España, Gran Bretaña no ha sido precisamente inmune a la intolerancia. Además de los asuntos brujeriles y de la persecución desatada contra los católicos y varias sectas protestantes que no admitían los dogmas anglicanos, se podrían mencionar los influyentes escritos de John Locke, precursor de la Ilustración y padre del liberalismo clásico, declarando a los católicos enemigos del Estado, negándoles el derecho a disfrutar del beneficio de la tolerancia y reclamando la disminución de su número y la represión para evitar que aumentase, argumentación idéntica a la empleada por Torquemada dos siglos antes. Y a Oliver Cromwell, acérrimo enemigo de los católicos y ejecutor y esclavizador de miles de ellos, sobre todo irlandeses.
Reflexionando sobre el pasado cultural de su patria, el eximio director de orquesta inglés Thomas Beecham escribió lo siguiente en su autobiografía (1944):
Como sabe la mayoría de la gente conocedora de la historia del arte, los habitantes de mi país fueron más aficionados a la música en los siglos XV y XVI que los de cualquier otro país de Europa; y se disfrutó de ella continuamente en castillos, casas, teatros y calles. Pero con el triunfo del Parlamento Largo [1640-1660], dominado por los puritanos, se prohibieron el teatro y los bailes de máscaras, el árbol de mayo y los caballitos de madera desaparecieron de las ferias rurales, se rechazó casi toda la música excepto el canto de salmos, y en menos de cincuenta años desde el fallecimiento de la gran Isabel, tan amante de los placeres, la comunidad más alegre y cantarina del mundo se convirtió en la más triste y silenciosa. La alegre Inglaterra de la Edad Media había dejado de existir, y la unidad espiritual y cultural del pueblo se desintegró para no volver a recuperarse jamás.
Pero para la gran mayoría de los ciudadanos de la Merry Old England, así como para sus primos estadounidenses, la intolerancia religiosa y el despotismo político fueron, y en cierto modo siguen siendo, casi sinónimos de España, y si hay que resumir ésta poniéndole un rostro, ése rostro es el de la Inquisición. Recuérdese simplemente los números inquisitoriales de los Monty Python: Nobody expects the Spanish Inquisition! era su grito de guerra. Y de nada sirve el duro trabajo de tantos investigadores: la opinión popular sigue siendo la misma que crearon hace dos siglos los tremebundos folletines decimonónicos.
En ese archivo universal de información y desinformación, de conocimiento y disparates llamado Youtube abundan los dibujos animados, generalmente en inglés, explicando la historia de la Inquisición española –única inquisición digna de recuerdo, lo cual ya lo explica casi todo– con los estereotipos románticos más desquiciados: ignorancia, fanatismo, arbitrariedad, paranoia, avaricia, lujuria, crueldad, torturas espantosas, etc. Por lo que se refiere a estas últimas, no falta ni una del catálogo: empalamientos, tenazas al rojo, mutilaciones y la famosísima doncella de hierro, ese singular sarcófago con puñales hacia dentro que hace las delicias de los visitantes de los museos de la tortura. El hecho de que la Inquisición española emplease la tortura en casos muy excepcionales, mucho menos que la justicia secular de cualquier país europeo, en circunstancias estrictamente regladas, supervisadas y limitadas, y que en ningún caso lo hiciese con esos instrumentos; y el pequeño inconveniente de que la doncella de hierro fuese una atracción de feria inventada en el siglo XIX no impiden que esos vídeos, vistos por millones de personas, tengan mucho más peso en la creación de la opinión mundial sobre la España pasada y presente que todos los libros de los mejores historiadores.
No todo, sin embargo, ha sido fruto reciente de las redes sociales o de eso que se llama cultura popular, ya que también ha habido eruditos que han seguido y siguen manteniendo la excepcionalidad de España con criterios difícilmente comprensibles. Ése fue el caso, por ejemplo, de Kenneth Clarke, autor de un concienzudo estudio (Civilization. A personal view, 1969) posteriormente difundido en la forma de exitosa serie televisiva, en el que excluyó a España de eso que se llama civilización occidental. Cuando diez años más tarde se publicó su traducción española, el autor añadió un prólogo para españoles en el que explicó su opinión sobre una España intrínsecamente ajena al liberalismo humanitario que, en su opinión, configura el núcleo de la civilización occidental. ¿Los motivos?: la conquista de América, las guerras con los Países Bajos y –no podían faltar– la Inquisición y la Iglesia. Sorprendentemente, no hay más que utilizar esos mismos argumentos, la conquista de América, la guerra con numerosos países y la persecución religiosa para expulsar de la civilización europea a muchos otros países europeos, empezando por la patria de Kenneth Clarke.
Pero no echemos todas las culpas fuera, pues los principales mantenedores de la hispanofobia son españoles. Además de los museos y otros lugares, repartidos por toda España, en los que se muestran mazmorras inventadas, tenazas al rojo, ingenios sacaojos y, por supuesto, la romántica doncella de hierro, un ejemplo entre mil fue la portada del número de octubre de 2021 de El Jueves, titulada Desechos históricos de España. Mierdas reales de nuestra historia. En ella, agrupados en torno a una bandera con el águila de san Juan, aparecían varios de los personajes considerados negativos: Felipe II, Isabel la Católica, Colón, Carlos II, un soldado de los Tercios, Cervantes, Blas de Lezo y, por supuesto, Franco. Y por encima de todos, antorcha y crucifijo en ristre, fray Tomás de Torquemada.