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Mario Noya

El 'síndrome Conan Doyle' de Henning Mankell

Para buena parte de sus lectores Wallander era más importante que Mankell y que lo que Mankell quisiera transmitir por medio de sus novelas.

Porque no se le ocurrió a tiempo, Henning Mankell no le puso Novelas sobre el desasosiego sueco a su serial Wallander, protagonizado por ese inspector de policía que debe su nombre a la guía telefónica y que su padre literario concibió como una mezcla de sí mismo y del homo qualunque sueco.

Quiso Mankell que Kurt Wallander naciera en su propio 1948 y que fuera policía para que persiguiera a los Asesinos sin rostro en esa primera entrega de la serie aún impensada: en aquel entonces sólo se trataba de una novela que tenía por objeto denunciar los embates del racismo en la Suecia de principios de los 90. Pero como la vida es lo que te pasa mientras tú tienes otros planes, a Asesinos sin rostro le acabaron siguiendo Los perros de Riga, La leona blanca, El hombre sonriente, La falsa pista, La quinta mujer, Pisando los talones, Cortafuegos, La pirámide, El hombre inquieto y Huesos en el jardín. Ese es el orden de composición, no el intrahistórico: el intrahistórico termina con El hombre inquieto, lastrada por la ideología infumable de Henning el flotillero y por un cierre literalmente demencial, en el que Mankell pretende curarse el síndrome Conan Doyle no matando a su personaje –con Sherlock Holmes fue peor el remedio que la enfermedad– sino descerebrándolo: los dos últimos párrafos, que también ha reproducido Navajas en su semblanza, no los defendería ni el abogado del diablo:

La sombra se había acentuado. Y muy despacio, Kurt Wallander fue desapareciendo en una oscuridad que, unos años después, lo sumió en ese universo de vacío que llamamos Alzheimer.

Y después nada. El relato de Kurt Wallander termina ahí, irrevocablemente. Los años que le queden por vivir, diez o quizás algunos más, le pertenecen a él, a él y a Linda, a él y a Klara. Y a nadie más.

***

"Hoy creo que, sin faltar a la verdad, puedo decir que Wallander nunca fue para mí más importante que el relato", se confesará Mankell ante sus lectores en el resurrecto Huesos en el jardín (donde además explica que el punto final de El hombre inquieto y de la saga corrió por cuenta de su mujer, Eva, hija de Ingmar –Bergman–). Cabría decir, sin faltar también a la verdad, que para buena parte de sus lectores Wallander era más importante que Mankell y que lo que Mankell quisiera transmitir por medio de sus novelas (que, como muy oportunamente escribió en esta misma casa Inger Enkvist, no son reportajes sobre la realidad sueca, o lo son de una muy sectaria manera): significativamente, la Serie (sic) Linda Wallander consta de una sola pieza, Antes de que hiele, donde la hija exproblemática de KW ni siquiera es protagonista indiscutible: ahí estaba su padre, proyectando una sombra menos oronda que alargada. Y menos mal que estaba.

Sólo siete años después volverá Mankell a preocuparse por los desestructurados policías Wallander. Para escribir El hombre inquieto, o sea, para demenciar al padre. Petróleo se podría sacar de ahí, sin necesidad de incurrir en el psicoanálisis.

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