Parece que vamos descubriendo el interés de los políticos por disponer de dinero en efectivo al mismo tiempo que restringen sus posibilidades de uso cada vez más a los ciudadanos. No solo eso. El Banco Central Europeo, la autoridad monetaria europea, ha decidido acelerar la puesta en marcha del euro digital, una iniciativa innecesaria para muchos, justificada como escudo de soberanía monetaria frente a las criptodivisas y otras monedas como dólar americano. Así lo ha expresado en Con Ánimo de Lucro el presidente de la plataforma Denaria, de defensa del dinero en efectivo, quien enfatizaba que el euro digital no era necesario ni aportaba solución a ningún problema, sino todo lo contrario; parece orientada a eliminar el dinero en efectivo que dota de libertad a los individuos.
En el mismo sentido se pronunció en el programa el presidente y fundador de Global Exchange Group, quien dijo que si se elimina el efectivo por una moneda como el euro digital, rastreable y programable, nos acercamos peligrosamente al "corralito".
El euro digital nace bajo la retórica de la innovación, pero su lógica es la del control. Con cada pago convertido en un registro verificable por el sistema central, se esfuma el anonimato financiero que hoy protege a los ciudadanos de la intromisión del poder político. Los mismos que en Bruselas y Fráncfort ensalzan las ventajas de la moneda digital son conscientes de su reverso: el ciudadano ya no tendría un dinero verdaderamente suyo, sino una licencia de uso bajo condiciones fijadas por la autoridad monetaria. Un "efectivo" que podría limitarse, programarse o congelarse.
La paradoja se vuelve grotesca cuando el propio presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, reconoce que dentro del Partido Socialista se realizan pagos en metálico para "gastos corrientes". Mientras tanto, su Ejecutivo impulsa leyes que castigan con multas del 25% los pagos en efectivo superiores a 1.000 euros entre particulares. Es decir: el Gobierno que prohíbe al ciudadano hacer lo que practica dentro de su partido.
La contradicción no es menor. El efectivo, con sus billetes y monedas tangibles, representa una frontera de soberanía individual frente al poder político y financiero. Nadie puede "programar" un billete de 50 euros para que solo sirva en una gasolinera determinada o caduque a final de mes. El dinero físico no discrimina ni rastrea; simplemente circula. Y eso, para un Estado que aspira a saberlo todo, es insoportable.
El euro digital podría ser el sueño de un planificador central: trazabilidad total, posibilidad de limitar consumos, o incluso —como ya se ha debatido en entornos académicos— aplicar tipos de interés negativos directamente sobre el saldo del ciudadano.

