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Es curiosa la facilidad con la que los políticos se creen únicamente lo que les conviene. Después del alarde de catalanismo de fin de semana en el PP de Cataluña -el Pep Pep, porque todo en él es Piqué y Piqué-, Pere Esteve dijo que estaba claro que el PP trataba de enviar un mensaje al electorado de Convergencia. Pocas horas después, Maragall ha saludado con alborozo el giro nacionalista de los populares y ha pedido una rápida reunión con su jefe; no sabemos si se refiere a Piqué o a su representante en el planeta Tierra, Alberto Fernández. Está claro que ni populares, ni convergentes, ni socialistas quieren tener en cuenta lo que se demostró en las elecciones autonómicas: que el PP linda por un lado con Convergencia y por otro con el PSC. Y que si pueden pasar votos del PP a Maragall, como sucedió en más de cien mil casos en las elecciones citadas, también puede producirse el caso contrario: que una parte del voto del PSC pase a Piqué.

En el fondo, Maragall se atiene a la hipótesis tradicional de que en Cataluña las divisiones más fuertes son por sentimiento de clase y, en consecuencia, entre izquierda y derecha. Y lo cierto es que, como sucede en el País Vasco, la división por razón social es cada vez menor y la división por ela cuestión nacional es cada vez mayor. Lo que no sabemos es cómo va a evolucionar esa nueva divisoria electoral. Ni lo sabe Piqué, ni Esteve, ni Maragall.

Uno tiene la impresión de que tanto socialistas como populares están demasiado obsesionados con disputarse la herencia de Pujol, a la que no paran de salirle "hereus". Por un lado, los de Esquerra; por otro, los del PSC; ahora, los del PP. ¿Y si ese voto no se reparte? ¿Y si se conserva? ¿Y si se reduce? ¿Y si, como parece más lógico, simplemente se dispersa? Tal vez será lo más lógico, pero no lo más excitante para los políticos, que odian el cuento de Pedro y el Lobo. Prefieren las cuentas de la lechera.

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