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Enrique de Diego

Estado de derecho estúpido

Por supuesto que España es un estado de derecho y que el estado de derecho tiene legitimidad y resortes para triunfar sobre una amenaza terrorista y la subyacente secesionista, pero a condición de que ese estado de Derecho no sea débil. En el caso español toda una serie de reformas penales, hechas desde el complejo de culpa y algunas buenas intenciones, han conseguido que en ocasiones tengamos un estado de derecho estúpido. Baste considerar que dos psicópatas con tres asesinatos consumados y seis fallidos estarán en la calle como mucho en veinte años. Es decir, que Igor Solana y Harriet Arregi estarán en la calle con algo más de cuarenta años de edad. Lo ha dicho con claridad el hijo del asesinado médico militar Antonio Muñoz Cariñanos: algo no funciona.

Hay una tendencia en los políticos españoles a sermonear a los ciudadanos. Es una más de las formas de clericalización. Los ciudadanos votan a los políticos para darles el poder de adoptar medidas. Los ciudadanos obviamente no tienen esa capacidad. Esa tendencia a la admonición ha llegado a los dirigentes del Partido Popular. Abundan reclamaciones a movilizarse, a perder el miedo, a tener confianza, a perseverar, y a una serie de conceptos en sí válidos, pero que se sustraen al ámbito de la política que es el de las decisiones.

No es tan sorprendente que Joseba Arregui considere que España no es un estado de derecho a la luz de las detenciones de los dirigentes del grupo Ekin, señalados como la Eta interior por el juez Baltasar Garzón. Han sido tantos años de impunidad que el sentido común ha podido pasar a ser el menos común de los sentidos, y a ello ha contribuido sin desmayo el nacionalismo. Se ha consentido tanto el delito de amenazas -ejercido incluso en manifestaciones “legales”- que ha habido que tipificar el tortuoso de apología del terrorismo.

El sistema penal español establece como la primera prioridad la reinserción, cuando la pena tiene un primer sentido disuasorio y también retributorio. Se trata de definir una relación coste-beneficio que disuada de delinquir. Nos llevaría muy lejos, pero el ejercicio del poder en España está todavía bajo un subliminal complejo de culpa heredado de la dictadura, que se traduce en una elevada dosis de indefensión de los derechos y libertades, y de desarme del estado de derecho.

Una de las promesas que dieron más respaldo popular a José María Aznar fue su compromiso del cumplimiento íntegro de las penas por los terroristas. Pertenece a los secretos de estado o a las historias rocambolescas, el que tal promesa, tan insistentemente repetida haya quedado aparcada. Por supuesto que no se puede legislar desde al acaloramiento. Pero después de treinta años de terrorismo en democracia ese comentario, simplemente, está de más. No se puede decir sin sonrojo que los terroristas se pudrirán en la cárcel cuando la estancia máxima es de veinte años, salvo que nos queramos seguir engañando con esas condenas a mil años. Para Aznar, es un compromiso adquirido con énfasis. Para la democracia española un mínimo sentido de instinto de supervivencia. Una demanda urgente de la sociedad.

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