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De nuestro lenguaje cotidiano ha desaparecido casi por completo el concepto de pecado. En cualquier caso, lo ha hecho de nuestro Código Penal. La sociedad es menos hipócrita, más permisiva y tolerante. La culpa ha quedado restringida al ámbito de la conciencia personal, de la relación, según las propias convicciones, con Dios. Sin embargo, mediante un extraño proceso de transferencia, el medio ambiente se ha llenado de complejos de culpa colectivos. No hay uno, sino varios pecados originales cuya condonación parece imposible. Esos pecados lacerantes son denostados desde un cúmulo de púlpitos antiguos y moderno. Coinciden en ello gentes en apariencia con criterios bien distintos del destino humano y la organización de la sociedad. Unos son pecados históricos, sin prescripción posible; otros, a tenor de tales predicadores, los cometemos cada día, desde la inconsciencia, sin voluntad expresa, por el mero hecho de existir, de vivir en un mundo opulento y satisfecho. Por supuesto, materialista.

Esa nueva religión, fácil de entender, llena de dialécticos polos contrapuestos, es un compendio de dogmas menores cuyo dogma mayor es el odio a Occidente. Nuestro nuevo pecado original –legión, a tenor de los fervorines constantes- consiste en esa cosa terrible de ser occidentales, es decir, pertenecer a un ámbito de tolerancia, de respeto a los derechos humanos, que ha conseguido los niveles de progreso económico mayores de la historia del devenir humano. Ese antioccidentalismo, que alienta los resortes de mala conciencia de la gente sencilla y satisfecha, es una ideología barata y rápida, por la que los occidentales, desde el hombre sencillo de la calle hasta el primero de sus dirigentes, son culpables de cuantos males existen en el mundo.

En buena medida está sustituyendo al catolicismo como espacio de referencia religiosa pues obispos y parrocos en sus homilías transmiten de continuo ese antioccidentalismo, ese anticapitalismo, del que el antiamericanismo es su forma más extendida y sencilla de practicar. Es la doctrina oficial de los profesores universitarios, desde diversas ópticas estructuralistas y postmodernas. Y el consenso habitual de los medios de comunicación de referencia, tan capitalistas en su funcionamiento interno, como propagandistas del anticapitalismo en su línea editorial. Los occidentales, por el hecho de serlo, de levantarse cada mañana, de ir al trabajo y de recogerse cada noche, son culpables de todo lo malo del pasado, del presente y del futuro. Del hambre y la miseria del mundo, en mucha mayor medida que los dirigentes o los tiranos del tercer mundo, de las catástrofes naturales y del mismo resentimiento que algunas gentes sienten en tales nacionales ante la opulencia occidental. Muchas veces reflejo del que se difunde en el propio Occidente y llega como eco a los desheredados del mundo, a las víctimas de sistemas ineficientes, de ideologías caducas o erróneas, que, sin embargo, contra la lógica y el sentido común, pasan a ser nuestras víctimas.

El occidental vive así en una enervante esquizofrenia. Instalado en un sistema de cuyos beneficios goza, pero que, sin embargo, es injusto de raíz, según se le predica desde los púlpitos de los informativos de la televisión, desde las columnas periodísticas y las cátedras universitarias. A pesar de acudir a todas las demandas de ayuda, sigue siendo un esquilmador. Los sencillos esquemas del marxismo, tan manifiestamente inservibles y fracasados en la práctica, se han trasladado, en un subliminal ajuste de cuentas, al ámbito internacional. Los opresores son los occidentales y los oprimidos los ciudadanos de los países pobres del tercer mundo. Son los ricos y pobres de la vulgata marxista, y de un cristianismo reducido a la mínima expresión. ¿Misterios de la secularización? El pecado o la culpa, reducidos en el ámbito privado, se agrandan de continuo en el social, como un remedo de la responsabilidad colectiva totalitaria. Ese esquema por el que los actos no son el fruto de la libertad personal, y por tanto de la responsabilidad, sino extrañas y esotéricas conjuras de clase. Esa forma tan sencillo de confundirlo todo.

Como culpables de pecados mortales, los occidentales no están legitimados a establecer juicios respecto a los demás. No pueden, por ejemplo, censurar la corrupción existente en muchas naciones del tercer mundo, las diferencias de casta, las lesiones de los derechos humanos, el asfixiante mal reparto de la riqueza o el poder abusivo de los dirigentes. Pues eso sería occidentalismo. El peor, y el único de los pecados, pues su gravedad es tal que oculta la de los demás. El occidental ha asumido este lenguaje y lo ha interiorizado de tal forma que ha abjurado en buena medida del espíritu crítico, lo más propio de su civilización. Pues todas las culturas son respetables, a pesar de la evidencia de que algunas lo son muy pocos al convertir en prisioneros a los hombres, no puede ofrecer los principios de la propia, ya que tal desatino imperdonable es “asedio cultural”.

El occidental resume de esa forma la inmundicia de la especie, pues el origen de los males que afligen a otros. Sólo es racista. Lo es incluso cuando combate ese mal pegado a los poros. Mientras, el racismo de otros, es una manifestación de su cultura, y como todas las culturas son respetables, existe, al parecer, un racismo que lo es. Sobre todo si ese racismo se manifiesta en odio a los occidentales. ¿No ha llegado la hora de superar nuestros complejos de culpa, aunque sea por instinto de supervivencia?.


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