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El discurso del Partido Popular tiene, en cuanto al nacionalismo, una notable incoherencia: Arzalluz es malo porque quiere romper la convivencia común y Pujol es bueno aunque quiere romper la convivencia común. La diferencia estriba en las formas: los nacionalistas vascos lo dicen todos los días –y además algunos de ellos matan– y los nacionalistas catalanes lo dicen en dinero. Pero el objetivo último es el mismo. La idea de que cualquier fin es legítimo dependiendo de los medios es una falacia democrática, del tipo ¿se puede elegir en una votación a un dictador? o ¿una nación, donde se respetan los derechos humanos, puede ser destruida por criterios culturales esencialistas? La situación de la escuela catalana es protototalitaria. Se puede mirar para otro lado, como hizo el Constitucional, pero es así.

La propuesta, por tanto, de patriotismo constitucional participa de esta esquizofrenia, porque mantiene uno de los mitos de la transición como es el consenso. Los nacionalistas catalanes son la coartada de un consenso que en realidad no existe. Es más bien un disenso con precio tasado. Una compraventa. Tiene también un lógico componente oportunista por el sistema electoral que hace costosa la mayoría absoluta y sitúa a los nacionalistas como posibles árbitros. Pero, en principio, en términos intelectuales y morales, el patriotismo constitucional o se plantea como una superación de los nacionalismos –de todos– o fracasará como mera arma instrumental contra el nacionalismo vasco. El consenso es bueno como acuerdo cuando es real, pero mantenerlo como ficción sólo sirve para legitimar al nacionalismo.


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