Un Gobierno no puede tener las manos atadas a la hora de ejecutar la política económica si las circunstancias del momento lo requieren. Sus únicas limitaciones deben provenir del necesario respeto al ordenamiento jurídico vigente, pero no puede verse constreñido en sus actuaciones por compromisos adquiridos por un Ejecutivo anterior de distinto color porque, entonces, nunca podría resolver los problemas del país.
Esto es lo que entendió el Gobierno del PP cuando, en el otoño de 1996, al elaborar los presupuestos para el año siguiente, decidió congelar el salario de los funcionarios, en contra del pacto firmado en 1994 por el Ejecutivo del PSOE y los sindicatos de la función pública. Las razones del primer Gabinete Aznar para adoptar semejante medida eran lógicas: el déficit público del último año de gobierno socialista ascendía al 7,4% del PIB y España apenas tenía margen de tiempo para cumplir al cierre de 1998 los criterios de convergencia que abrían las puertas del euro y que, entre otras cosas, exigían que el desequilibrio fiscal no superase el 3% del PIB. Por tanto, la decisión del Gobierno estaba de sobra justificada.
Los funcionarios, sin embargo, la rechazaron de plano, con huelgas, manifestaciones y un recurso ante la Audiencia Nacional que ganaron. Pero el Gobierno recurrió el auto ante el Supremo y éste le ha dado la razón al entender que el Parlamento tiene la potestad necesaria para fijar el sueldo de los trabajadores estatales porque es una medida de política económica.
Comisiones Obreras, por supuesto, ha anunciado rápidamente que llevará el asunto al Tribunal Constitucional, pero allí le puede esperar un revés. El TC acaba de fallar a favor del Gobierno en el recurso contra el Principado de Asturias por aumentar el sueldo a los funcionarios autonómicos por encima de lo aprobado por el Ejecutivo central. Y es que hay una cuestión básica que, desde ahora, nadie debe olvidar. Se trata del reconocimiento que el Constitucional empieza a hacer, desde que Manuel Jiménez de Parga llegó a su presidencia, de la capacidad que la Carta Magna reconoce al Estado para ordenar la actividad productiva y establecer las directrices de política económica, algo que hasta ahora no tenía en cuenta porque el anterior TC fallaba sistemáticamente a favor de las autonomías, tuvieran o no tuvieran razón, en situaciones que llegaron al absurdo en sentencias como las de la ley del suelo de 1989, la ley de horarios comerciales o la de defensa de la competencia.
Afortunadamente, algo ha cambiado en el TC que empieza a imperar la racionalidad y el sentido común en sus sentencias, sobre todo en el reconocimiento que hace de la capacidad del Gobierno para fijar la política económica sin verse maniatado ni por lo que digan las autonomías ni por acuerdos de Ejecutivos anteriores si las circunstancias así lo exigen.
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