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Lo que une a Menem, con sus diez millones de dólares en Suiza, y a Duhalde, con su aumento de sueldo en pleno desastre económico, es esa quintaesencia de la demagogia que se llama peronismo y que ha marcado la idiosincrasia de los argentinos, como cinismo prebendario. El icono máximo de esa perversión es Evita, esa bella reencarnación de El Pernales en ignorante.

El peronismo ha sido la corriente central de la política argentina durante el siglo XX, durante la etapa en que Argentina ha ido pasando desde una potencia en ciernes a un mendigo internacional de bulbas lacerantes. Su capacidad para adecuarse a los tiempos ha pasado siempre por el esquema del amiguismo y la expoliación de los bienes públicos por parte de una clase política corrupta, siempre con abuso de grandes principios huecos. Por supuesto, de ese esquema no se salva nadie, y menos que nadie el justicialismo, pero la madre de todas las demagogias, de todos los salvadores de pasta flora, de todas las Evitas, Isabelitas, Molocos y Chiches, es esa forma cutre de fascismo que puso en marcha el general Perón.

Argentina no precisa una reforma política. No, en el sentido de matiz. Sino un hundimiento de los partidos clásicos como sucedió en Italia y más que en Italia. Mientras el peronismo siga siendo un partido reconocible continuará siendo la excrecencia de los males morales y profundos de la población. La eliminación de la ética del trabajo por la retórica. El Estado como reparto. La patria como el último reducto de los charlatanes. La miseria con discurso. Aquello de que cada pueblo tiene los políticos que se merecen.


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