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Chávez, contra viento y marea

La verborrea de Chávez –digno representante de la especie de charlatanes políticos iberoamericanos que durante un siglo han impedido eficazmente a la América Española el acceso al desarrollo económico– acerca de la “revolución bolivariana” con la que embaucó a una ciudadanía extenuada de soportar gobiernos corruptos e ineficaces durante una generación, podría resumirse en lo siguiente: mediante el ejercicio de su poder soberano, el pueblo puede romper revolucionariamente con el régimen jurídico, político o socioeconómico que no se adecue a sus aspiraciones o que sea obstáculo para su progreso, promulgando una nueva constitución que se adapte a las necesidades y carencias colectivas.

Naturalmente, Chávez se atribuye la representación de las genuinas aspiraciones del “pueblo”, supuestamente desatendidas por el régimen jurídico y político vigente –en esto, todo hay que decirlo, hay parte de verdad en el caso de Venezuela, circunstancia que explica su llegada al poder– para justificar la ruptura revolucionaria e implantar un nuevo sistema en el que se plasmen los “designios del pueblo”.

Sin embargo, como todos los totalitarios desde Lenin, Stalin, Hitler y Mao, Chávez sólo reconoce la voz del pueblo cuando éste le apoya. La única “ruptura revolucionaria” que permiten los totalitarios es la que les lleva a ellos al poder, porque una vez que lo han conquistado se autoproclaman intérpretes perpetuos de las aspiraciones del pueblo, de la clase o de la raza.

Es indiscutible que Chávez, desde un punto de vista estrictamente legal, goza de legitimidad de origen –Hitler también la tuvo–, pues fue elegido democráticamente. Sin embargo, está muy lejos de poseer legitimidad de ejercicio. Tan sólo hay que recordar la masacre que los sicarios de su partido pagados con dinero público –cuya principal función es atemorizar a la oposición e impedir sus manifestaciones– perpetraron el pasado mes de abril contra una multitudinaria y pacífica manifestación que protestaba contra su gobierno.

Es precisamente ese pueblo soberano –legitimado según la propia ideología chavista para romper con el régimen político, económico y jurídico si no es de su agrado– el que, harto ya de las amenazas de Chávez a la libertad y a las instituciones democráticas –por poner un ejemplo, las proferidas en el diario esperpento televisivo Aló presidente contra el TSJ venezolano si no encausa a los militares responsables del golpe que él mismo provocó–, de las amistades del líder bolibariano –Castro, Gadafi y demás figuras sobresaliente del lumpen político internacional– así como del colapso económico que su nefasta administración está a punto de provocar, el que ha retirado su apoyo a alguien en quien creyó ver –bendita ingenuidad– el “salvador” de Venezuela.

Pero para Chávez, el “auténtico” pueblo es el veinte por ciento de activistas armados agrupado en los “Círculos Bolivarianos” –los “guardias” de la revolución– que mantiene y equipa con cargo a los presupuestos para aterrorizar a la oposición con el objeto de que ésta no pueda ocupar la calle. Aun, a pesar de ello, más de un millón de personas participó en la multitudinaria manifestación de protesta del pasado 11 de julio, lo que da una idea del grado de hastío de una oposición venezolana ya ampliamente mayoritaria y organizada en torno a la “Coordinadora Democrática”, que no está dispuesta a soportar hasta el fin del mandato de Chávez –allá por 2006–los ataques a la libertad, a las instituciones, la inseguridad jurídica y, como consecuencia de todo ello, el franco deterioro de la economía: devaluaciones, inflación y huída masiva de inversores extranjeros.

Los totalitarios –y Chávez, admirador y amigo de Castro, lo es– muy rara vez dejan el poder voluntariamente cuando lo toman. Por tal motivo, si Chávez se obstina en aferrarse al poder con ayuda de sus sicarios y clientes –su “pueblo”–, el riesgo de graves disturbios –o incluso de guerra civil– cada vez es más cierto, y crece al mismo ritmo que se deteriora la economía venezolana.

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