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Las “teorías de la conspiración” son artefactos indestructibles. El que quiere creer en ellas, cree, no importa la cantidad de pruebas y razonamientos que se aporten en su contra. Por eso, que el capitán del tanque americano que disparó contra el hotel Palestina de Bagdad, causando la muerte del cámara José Couso y otro reportero, desconociera que allí se alojaban los corresponsales, como ha informado Libertad Digital, no va a hacer cambiar de opinión a los que piensan que el ataque fue deliberado. Incluso podrán incorporar ese dato al engranaje como una pieza más: los mandos americanos no alertaron a sus tropas acerca del hotel precisamente para que pudiera producirse un ataque y para que éste pareciera espontáneo.

Todo lo engullen y metabolizan esas teorías, que son la versión “culta” de los bulos populares que echan la culpa de algún mal acaecido a un grupo de la población y terminan conduciendo a su linchamiento. Las gentes más instruidas hacen lo mismo, con otras formas. El linchamiento suele ser simbólico. Pero para que la teoría o el bulo tengan éxito, deben de llover sobre ideas preexistentes. Tiene que haber una predisposición a creer. El éxito de la tesis de que los americanos mataron deliberadamente a los periodistas, es decir, que los asesinaron, ha sido deslumbrante en el medio periodístico español. El campo estaba abonadísimo: había una postura antiguerra mayoritaria y se hallaba muy activado el virus antiamericano común. Añádasele la pizca de corporativismo cierra filas y el afán de exprimir el suceso a efectos de audiencia, y ya tenemos el artefacto blindado y a prueba de raciocinio.

Si no hay predisposición, la cosa no cuaja. Incluso cuando no es ninguna teoría ni conjetura, sino una evidencia, que se ataca, se amenaza y se reprime a los periodistas. Las amenazas y los asesinatos de periodistas a manos de ETA no han despertado una reacción tan airada como la que ha habido ante las muertes de Couso y Parrado. Las recientes condenas a periodistas cubanos, mucho menos. Y apenas se habla de los peligros que corren los periodistas venezolanos, que como recordaba hace unos días el reportero Luis Alfonso Fernández tras recibir el Premio Internacional de Periodismo Rey de España 2002, son “blanco” y “objetivo” expreso de las fuerzas represivas del régimen de Chávez. Allí, donde no hay guerra declarada, salen a la calle con chalecos antibalas, pues saben que hay licencia para matarlos.

Si desechamos por higiene racional las teorías de la conspiración americana para liquidar a los periodistas del Hotel Palestina, aún queda aleteando la idea de que si no hubiera habido guerra, nada de eso habría ocurrido. Es como decir que si no hubiera coches, no habría la sangría de muertes en carretera que tuvimos en Semana Santa. Pero hay algo más oscuro en esa inculpación genérica de la guerra cuando procede de los medios de comunicación. Nadie les obliga a enviar periodistas a los conflictos bélicos. Si lo hacen, las empresas asumen una tremenda responsabilidad. Algunas preparan y entrenan a sus periodistas para que sepan comportarse en zonas de combate, los equipan y les ponen asesores de seguridad. Otras pasan de tantas precauciones, quizá porque no pueden o no quieren permitirse los gastos que comportan. Podían tirar de agencia y comprarles material a otros medios más preparados, pero quieren estar en el meollo. Cuando ocurre la desgracia, la tentación de encubrir su responsabilidad bajo algún ruido como el del “no a la guerra” y de desviarla hacia otros es comprensible, y ceder a ella, moralmente abominable.

No existe ninguna garantía absoluta de salir indemne de un escenario bélico. Una docena de periodistas murieron en las tres semanas de guerra en Irak –cincuenta y cuatro murieron en los diez años de guerra en Vietnam-, pero otros muchos estuvieron en peligro y algunos se libraron por poco de la muerte. ¿Valían la pena los riesgos? Algunos corresponsales, como uno del Times londinense, decidieron que no, después de haberlo pasado muy mal. Si para que un artículo salga en primera página hay que estar a un paso de la muerte, casi como que no, vino a decir. Grandes cadenas de televisión reconocían al final que los riesgos ya no compensaban los resultados: las audiencias habían bajado. Las empresas de comunicación españolas tendrán que hacer balance de su amplio y un si es no es atolondrado despliegue en Irak. Y los periodistas también. Ellos, al contrario que las teorías de la conspiración, no están hechos a prueba de bomba.

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