Enterrar a los muertos, además de ser una obra piadosa, es una necesidad higiénica y psicológica para los que les sobreviven. Higiénica porque es preciso evitar el espectáculo y el hedor de la corrupción que emana de un cadáver insepulto. Y psicológica, porque la presencia permanente del cuerpo sin vida impide a sus deudos y sus amigos olvidar y rehacer sus vidas. Con los muertos políticos ocurre algo muy parecido. Es preciso “enterrarlos” para que no acaben convirtiéndose en una mala caricatura de sí mismos, para que el “hedor” de sus corrupciones y sus rencores no envenene constantemente la escena política, para que puedan recordarse con agrado sus éxitos y sus buenas acciones y, sobre todo, para que sus “deudos” y sucesores puedan rehacer sus respectivas vidas políticas libres de la fría y vidriosa mirada del cadáver político; el cual, a diferencia del cadáver físico, todavía es capaz de seguir influyendo en el mundo de los vivos.
Cuando Felipe González dejó la secretaría general del PSOE, los socialistas deberían haberle procurado un entierro político digno que lo alejase definitivamente de la escena política. Pero, a diferencia de los muertos reales, los cadáveres políticos a veces se resisten con uñas y dientes a que caigan sobre ellos las paladas del olvido; sobre todo cuando cuentan con poderosos amigos y clientes que intentan revivirlos por todos los medios. Y, al igual que los fantasmas y las almas en pena que no recibieron un entierro solemne, buscan satisfacer su venganza sobre los vivos que, a sus ojos, causaron su defunción y ocuparon su lugar. Aun a pesar de que González se gana la vida muy bien, no se ha resignado, como sí hicieron otros, a dar el adiós definitivo a la primera línea de la política nacional. Y a tal efecto, reaparece de cuando en cuando para perturbar la paz y el sosiego de la vida política –como hizo el miércoles con ocasión de la presentación de un libro de su ex ministro Maravall, el que puso las bases para la destrucción de la enseñanza pública–, para destilar el veneno de su demagogia y de su rencor, y para seguir pontificando sobre la línea política que debe seguir el PSOE.
Es más, González, con la inestimable ayuda de Polanco, ha convertido a Zapatero en un zombie o títere de su guerra particular contra Aznar. La “investidura” de Vistalegre, después de que Zapatero demostró acatar las directrices de González y Cebrián deshaciéndose de Redondo Terreros y radicalizando su discurso contra el PP, o la famosa “comparecencia” conjunta ante los micrófonos de la SER, son las mejores pruebas de ello. Y hoy, tras ser azuzado por González en la huelga general del 20-J, en el Prestige y en la guerra de Irak, Zapatero no es más que un juguete roto que ya ha cumplido su misión: servir de escudo humano a González.
La primera misión de Zapatero tendría que haber sido la organización del entierro político de González con toda la pompa y la ceremonia que la ocasión exigía –tal y como hizo Aznar con Fraga–, para después abrir las ventanas del PSOE y ventilar una atmósfera saturada del olor personal del ex presidente. Pero, por desgracia, Felipe González carece de la abnegación y del sentido de Estado de Fraga, y Zapatero carece de la firmeza y de la claridad de ideas de Aznar. Así, la presencia constante del muerto viviente en Ferraz ha acabado contaminando el aire en el PSOE y reduciendo a cenizas cualquier esperanza de renovación. Hoy, gracias a la terquedad y el rencor de González, y a la debilidad política de Zapatero, el PSOE es una nave a la deriva que va camino de los escollos de los nacionalismos separatistas para encallar en los bajíos de la izquierda antisistema. Y así seguirá siendo mientras el principal asesor y consejero de Zapatero siga siendo González, quien siempre recomienda a su pupilo “dar caña” a Aznar y al PP... principalmente porque el gobierno de Aznar ha conseguido todo aquello que él no pudo conseguir: un país próspero, en el grupo de cabeza del concierto internacional, y una esperanza cierta de vencer al terrorismo y a los nacionalismos excluyentes respetando escrupulosamente la ley, las instituciones y el Estado de derecho.
Aunque, quizá en el fondo, lo que no puede soportar González es que Aznar hable de tú a tú a los principales líderes políticos mundiales cuando él le vaticinó el más completo ridículo en los foros internacionales. Es decir, lo que menos soporta González es que Aznar se haya convertido, por méritos propios, en un estadista respetado en todo el mundo... mientras que él tiene que vivir –muy bien, por cierto– de las dádivas de magnates iberoamericanos.

González, un cadáver insepulto

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