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Cristina Losada

Por un racimo de plátanos

La caída del Muro de Berlín, de la que se cumplen catorce años la noche del 9 de noviembre, no ha pasado a la historia como el triunfo de las bananas, pero eso es lo que fue. Lo primero que hicieron los “ossies” en cuanto pudieron cruzar a la fabulosa terra incógnita que era Berlín occidental, fue entrar en los supermercados y comprar comida. Y regresaban a sus casas felices y cargados, en especial, de racimos de plátanos. Fruta corriente y moliente para nosotros, para ellos debía ser el no va más de lo exótico. Quién sabe si algunos no la veían de cerca desde la construcción del Muro, en 1961. La banana, el alimento, la realidad, triunfó entonces sobre la ideología que provocaba y justificaba la penuria. Y los berlineses orientales pasaron encantados del reino de la necesidad al reino de la libertad, aunque en dirección contraria a la que profetizaba Marx.
 
Pero mientras el pueblo se resarcía de cuarenta años de privaciones, encierro y control total, no pocos intelectuales de uno y otro lado observaron el espectáculo con disgusto. Del lado occidental, la progresía se dividió entre quienes se sintieron traicionados por aquella gente, cuyo impúdico deseo de comer y vivir mejor dejaba al aire las vergüenzas del socialismo, y los que encontraron un motivo más para despreciar a los del Este, que primero se habían sometido a los “vopos” y ahora se pirraban por comprar bananas. La izquierda “alternativa”, que rechazaba tanto el régimen de la RDA como el capitalismo, acababa como la tradicional: echándole la culpa al pueblo mismo. Como, por cierto, ocurre siempre que éste no se comporta como quieren sus “liberadores” y sus “vanguardias”, esas que acaban por ser sólo “guardias”.
 
En el Este, incluso muchos de los que ya habían descubierto la gran mentira del socialismo se sintieron avergonzados por la conducta de sus compatriotas. ¡Qué imagen la suya, haciendo cola para recibir los marcos que les regalaba el gobierno occidental, poniéndose morados a comprar, dando motivo para que se los ridiculizara! El pueblo no tuvo sentido del ridículo. Fue a comprar, a curiosear, a aprovechar: no fuera a ser que a los dirigentes se les cruzaran los cables y echasen de nuevo el cerrojo. Pero la parte más célebre y celebrada de la intelligentsia, con Günther Grass como cabeza visible, dio en aquellos momentos la medida de su catadura moral y su capacidad de análisis: cero.
 
Se habrá dicho millones de veces que la caída del Muro de Berlín simboliza el fracaso del comunismo. Pero es mucho más certero lo que dice Revel: que fue la construcción del Muro el símbolo del fracaso del socialismo real. Si el sistema se veía obligado a encerrar a los que estaban dentro, era que su grado de descomposición no tenía vuelta de hoja. Pero sólo una minoría comprendió el mensaje en Occidente. Tan minoría, que en las siguientes décadas llegaría a su cenit la expansión de las ideologías comunistas y revolucionarias en Europa y el resto del mundo. Y ello gracias, en buena medida, a los intelectuales y a la “gente de la cultura”, a los Sartre y a los Brecht, a los Picasso y a los Alberti, y en el escalón más bajo, ya rozando con lo populachero, a los Víctor Manuel y Ana Belén de turno.
 
Mientras en España, Francia e Italia, los diversos grupos marxistas henchían sus filas de jóvenes que se creían rebeldes, cuando eran lacayos de un sistema de servidumbre, los “ossies” se jugaban la vida tratando de escapar del País de las Maravillas. El 2 de febrero de 1989, nueve meses antes del fin del Muro, cayó abatido el último fugitivo: un berlinés de 20 años. Murió por algo importante: la libertad encarnada en un racimo de plátanos. Eso, tan vulgar, que le da arcadas al niño bien de la progresía, a esa “gente de la cultura” que vive como Dios, y que sólo se preocupa de los necesitados si puede echárselos en cara al capitalismo.

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