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Como cineasta Mel Gibson ha conseguido un éxito que sólo habían alcanzado antes que él Cecil B. De Mille, Alfred Hitchok y Steven Spielberg: que los espectadores se fijen más en el nombre del director de una película que en el de los protagonistas. Cuando Gibson anunció su propósito de rodar a sus expensas una versión de la crucifixión de Cristo, hubo risas de suficiencia en Hollywood y entre los miembros del establishment del espectáculo: perderá su dinero, está loco, si los diálogos son en arameo y latín no irá verla nadie, oye misa con el cura de espaldas. Luego, a medida que crecía el interés del público, vino la acusación de antisemitismo. Y ahora, una vez que es un triunfo de taquilla, se sueltan a los perros; por un lado a críticos que digan que abusa del morbo y de la sangre y por otro a teólogos para que afirmen que lo ahí contado es mentira.
 
No me asombra que a gentes que se refocilan en historias insustanciales, o de cama o perversiones les desagrade La Pasión; más sorprendente lo es que muchos cristianos, católicos incluidos, tuerzan el gesto y participen de la campaña contra Gibson y su obra. Desde que la película se ha estrenado en España, lo podemos comprobar en los medios de comunicación.
 
La Pasión muestra el enfrentamiento entre dos corrientes en el catolicismo, las mismas que se suelen enfrentar todas las Semanas Santas. Por un lado, quienes asisten a las procesiones con fe (poca o mucha, yo no puedo juzgar) o con la intención siquiera de que un soplo de la Divinidad les acaricie estos días al paso de los nazarenos. Por otro lado, quienes se burlan de esta manifestación de la religiosidad popular y que con gusto la suprimirían, aunque a la vez pontifican sobre los derechos del pueblo de Dios.
 
En nuestro mundo, Dios molesta poco. Tanto Hugo Chávez como Sadam Husein pueden invocarlo y pensar que está de su lado. Otros se inventan un Ser Supremo a su gusto, que bien puede ser mujer o varón; negro o amarillo, carnal o espiritual; alguien que da derechos y no exige deberes. El insoportable es Cristo: el Hijo de Dios encarnado en el hombre para redimirlo. Y esa oposición se ha instalado en el catolicismo.
 
Hay una corriente, poco numerosa pero con acceso a los medios de comunicación y las editoriales, cuyos miembros están empeñados en reducir a Cristo el Mesías a Jesús de Nazaret (como si se tratase de su amigo Pepe el de Santander), a un hombre bueno que “las estructuras de poder socio-económicos” (así lo he leído) de su época mataron para evitar que su mensaje de rebelión se difundiese entre los marginados. Estos intelectuales comparan a Jesús con Martin Luther King o con Gandhi. Además, consideran que la religión es una experiencia cultural, que no obliga a rituales y a limosnas, sino a simples declaraciones en conferencias y artículos. En su opinión, los Evangelios son una pésima novela que ellos habrían escrito mejor y los actualizarían con una soflama anticapitalista.
 
En frente, se hallan millones de personas a las que les sostiene en su vida (no de funcionarios, ni de profesores, ni de periodistas bien colocados y retribuidos) la creencia de que Dios les ama y les perdona sus faltas. Son quienes se conmueven en Navidad ante un niño de arcilla o ante las lagrimas de cristal de una estatua de madera en Viernes Santo. A ellos (a mí) se les puede aplicar las palabras que escribió Nicolás Gómez Dávila en sus maravillosos Sucesivos escolios a un texto implícito (Áltera): “El hombre sólo es importante si es verdad que un Dios ha muerto por él”.
 
¿Que hay sangre en un azotamiento y en una crucifixión? ¿Es que no hubo sangre y entrañas el 11-M en Madrid? ¿Es que creen que la muerte no es dolor y sufrimiento?

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