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Antonio Robles

Suerte por la mañana

La presentadora, con toda la jeta del mundo, sube la oferta como si nadie viera la diferencia y nadie llamara. Esta vez a 5.000 euros: "¡No llame si no tiene clara la diferencia!" ¡Cara dura! si estoy llamando desde el día de mi bautizo.

La liquidez del verano suele dar entrada en nuestras vidas a acontecimientos y percepciones rara vez presentes el resto del año. Como la visión de programas de TV diseñados para convertir la vida ordinaria de cualquier chikilicuatre de bragueta inquieta en el conflicto sexual trescientos cuarenta y siete de la rubia siliconada del tinte a la mamola. Como si solo ellos tuvieran bragas y exotismo entre las piernas. Del hecho y el objeto más bien repartido del mundo hacen un singular jerárquico.

Es la venganza de los más mediocres de la sociedad de masas. Hasta la mente más mezquina y ordinaria puede sentirse satisfecha mientras juzga las idas y venidas amorosas que dos guionistas sin escrúpulos y cuatro verduleras que aparentan pasar por periodistas, convierten en el centro de sus vidas. Escogen la escoria de la sociedad, adoban sus historias de pacotilla, soliviantan su codicia para que simulen aún más sus andanzas y lo sirven con aparente seriedad en un plató de apariencias profesionales. Un insulto para un burdel de verdad.

Y después dicen que así es la vida, como si la vida fuera ir cogiendo historias y personajes desquiciados, estrafalarios, camorristas, chismosos, engominados o con capacidad de serlo por cuatro duros. La vida es más normal que las de esos cuatro chiquilicuatres de personajes, de guionistas, de periodistas, de productores. Pero su presencia constante en TV removiendo el morbo de espectadores ociosos, como se mueve la mierda de una cloaca, hace creer a mucha gente que el secreto de la vida está en las miserias de esos programas.

A esa corrupción psíquica se unen ahora guiones de corrupción económica. Pongamos que hablo del programa Suerte por la mañana, de Cuatro. Indignante, una presentadora, aleccionada para activar la codicia de la gente como se amaestra a un equipo de vendedores adolescentes con técnicas de multinacional americana de tres al cuarto para vender cualquier chorrada, de esas milagrosas que no sirven para nada, manipula a la audiencia y la entretiene con embustes hasta exprimirle el 905 de su teléfono móvil.

Dos imágenes, una sola diferencia y un teléfono de dimensiones enormes (número 905448484) al que están invitados a llamar para señalar la diferencia. Se ve enseguida, es enorme: dos caras de tigre, uno con ceja y el otro sin ella. Apariencia de dificultad. Las líneas abiertas incitando al espectador a participar. Quién la señale, 2.000 euros. Nadie llama, ¡qué raro!, la presentadora, desolada, sube la oferta a 3.000 y sigue insistiendo: "Una sola llamada y los tres mil euros serán tuyos". "¿Nadie ve la diferencia?". "¡fíjense bien!".

El espectador se fija y la ve tan evidente que se extraña de que nadie llame. Será la hora del programa, las 10 de la mañana. Esta es la mía. Y llama. Y la llamada le entra. Pero encuentra un contestador automático que le incita a seguir intentándolo: "Llame nuevamente y gane". Y llamas. No hace falta marcar, los móviles te dejan el número a un golpe de tecla. Rápido, que se te pueden adelantar: "Ha estado a punto de concursar en directo". Lástima, el contestador automático de nuevo. Pero en la pantalla del televisor no llama nadie.

El aparato telefónico está bien visible. Nadie llama aunque tú lo estés haciendo. "Concurse ahora, es sólo cuestión de segundos". Y cuelgas y marcas y ves incrédulo que la presentadora sigue arengando al espectador para buscar la diferencia y participar. Si ya lo estás haciendo, ¿por qué no cogen el teléfono? La codicia aumenta, la ceja del tigre es evidente. "Llama rápidamente y ganarás". "No te preocupes, hoy va a ser tu día, llama inmediatamente y gana". ¡Coño, si ya llamo!, pero la timadora del televisor no da entrada a llamada alguna. No sólo a la mía, a la de nadie. Por eso no hay llamada. Mientras tanto, miles de personas marcan el 905 a la velocidad de la tecnología punta.

Y la presentadora, con toda la jeta del mundo, sube la oferta como si nadie viera la diferencia y nadie llamara. Esta vez a 5.000 euros: "¡No llame si no tiene clara la diferencia!" ¡Cara dura! si estoy llamando desde el día de mi bautizo y no lo coge. Ni el mío ni el de nadie.

La música inquietante aumenta, su ritmo cardíaco también, la pantalla vibra y se mueve compulsivamente, la presentadora incita como si fuera una sesión de hipnosis. Y el contestador sigue haciendo literatura:

Rápido, es sólo cuestión de segundos (...). Llama de nuevo y gana (...). Solo una llamada más y será el ganador (...). Ya sí, has estado a punto de ser el ganador (...). La línea está a punto de abrirse, puedes ser el ganador.

¡Ah!, ¿pero la línea no estaba abierta? La presentadora cada vez más histérica, pone histérica a la audiencia. Le miente en el tiempo, le manipula en las líneas, le entretiene y le incita a que marque una y otra vez el 905, el prefijo más caro. Su llamada cotiza cada vez, porque cada vez el programa descuelga. Si al menos fuera como en esos programas que tienen saturadas las entradas, no gastarías dinero, pero con este acabas haciendo 30 llamadas al 905. Una sirvengüenzada.

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